Jesús, seis días antes de la Pascua, marchó a Betania, donde estaba Lázaro, al que Jesús había resucitado de entre los muertos. Allí le prepararon una cena. Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó de la fragancia del perfume.
Dijo Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que le iba a entregar: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?” Pero esto lo dijo no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Entonces dijo Jesús: “Dejadle que lo emplee para el día de mi sepultura, porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. Una gran multitud de judíos se enteró de que estaba allí, y fueron no sólo por Jesús, sino también por ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Y los príncipes de los sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque muchos, por su causa, se apartaban de los judíos y creían en Jesús.
Jesús volvió una vez más a Betania, donde sus amigos le prepararon una cena. Era su última estación antes de entrar en Jerusalén, donde culminaría su camino. Fue entonces cuando tuvo lugar la conmovedora escena en la que María le ungió los pies con un perfume muy valioso y se los secó con sus cabellos.
Nos encontramos aquí con un gesto que expresa el ser de una mujer que ama y que vierte toda su ternura en él. Es un amor desbordante, un amor pródigo, que encuentra esta expresión maravillosa y perfecta ante el Señor y que va de la mano con la adoración que solo Dios merece. ¡Nada que podamos darle es demasiado!
En marcado contraste con el gesto de María, vemos la reacción de Judas, que no entendía este acto de amor porque su corazón estaba lleno de otras cosas. En lugar de ver en el gesto generoso de esta mujer la expresión de un corazón totalmente entregado al Señor, lo consideró un despilfarro y hubiera preferido que ese dinero cayera en la bolsa que él tenía a cargo y de cuyos fondos se apropiaba. Su preocupación por los pobres que habrían podido ser socorridos con ese dinero no era más que una apariencia.
En medio de esta escena, Jesús pronuncia las maravillosas palabras: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”.
No es equivocado que intentemos ofrecer lo mejor a Dios. Si esta generosidad brota de un corazón amoroso, entonces el don ofrecido se embellece con la expresión de ese amor que vemos hoy en María. Por tanto, no es incoherente que construyamos templos hermosos y ricos para Dios y, al mismo tiempo, mantengamos nuestro corazón abierto hacia los pobres.
Una multitud de judíos acudió a Betania para ver a Jesús y a Lázaro, que había resucitado. Habían comprendido el signo que Jesús había realizado y éste se convirtió en un puente para creer en Él. Así, el resucitado Lázaro se convirtió en un testigo que no podía ser contradicho. La noticia se difundía y era de prever que muchos judíos más creerían en Jesús por causa de Lázaro, por lo que aquellos que habían cerrado su corazón al Mesías lo veían como un peligro y una amenaza.
La maldad, que ya había calado hondo en el corazón de aquellos que se consideraban líderes en la correcta práctica de la religión judía, iba en aumento. Ahora incluso querían matar a Lázaro, para que su existencia no se interpusiera en sus inicuos planes.
Es alarmante ver cómo la maldad —personificada en los ángeles caídos— puede apoderarse de los corazones de las personas. Los demonios buscan los puntos débiles de los hombres, que a menudo son el orgullo, las pasiones desordenadas, el afán de honor y reconocimiento, la ambición de poder, entre muchos otros. Los demonios se encargan de reforzar estas malas inclinaciones, de manera que la persona acaba sucumbiendo cada vez más a su influencia.
Este progresivo oscurecimiento puede verse muy bien en los fariseos obstinados y en los otros jefes religiosos, que posteriormente serán responsables de la muerte de Jesús. Como el Señor señala una y otra vez, estaban bajo la influencia del «padre de la mentira», del «homicida desde el principio». Por eso su maldad aumenta cada vez más, hasta el punto de querer dar muerte a una persona por el simple hecho de que su resurrección representa una amenaza para ellos. Ya habíamos considerado lo inconcebible que es su propósito de matar al Hijo de Dios. Es escalofriante, así como también lo es su intención de matar a Lázaro.
No seremos capaces de entender las muchas atrocidades con las que a menudo nos vemos confrontados si no tenemos en cuenta la existencia de los ángeles caídos. Cuando el hombre, con sus malas inclinaciones, cae bajo su influencia, es capaz de cometer atrocidades y maldades inimaginables.
Por eso es tan importante la afirmación de San Juan en su epístola: “Para esto se manifestó el Hijo de Dios: para destruir las obras del diablo” (1Jn 3,8b). El que crea en Él será liberado de estas oscuras influencias y podrá recorrer su camino a la luz de Dios. La señal que Jesús obró en Lázaro, manifestando su autoridad sobre la muerte, podría haber abierto los ojos a los jefes religiosos. Pero para ello es necesario estar dispuestos a aceptar su amor y ver sus obras. En los enemigos de Jesús ya no existía esta disposición.