Evangelio de San Juan (2,13-25): La purificación del Templo

Jn 2,13-22

Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Entonces hizo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes, desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los vendedores de palomas: “Quitad esto de aquí. No convirtáis la casa de mi Padre en un mercado.” Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: “El celo por tu casa me devorará.”

Los judíos entonces le dijeron: “¿Qué signo puedes darnos que justifique que puedes obrar así?” Jesús les respondió: “Destruid este Templo y en tres días lo levantaré.” Los judíos le contestaron: “Cuarenta y seis años se ha tardado en construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Pero él hablaba del Templo de su cuerpo.

Cuando fue levantado de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de esto que había dicho, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús.

La “casa del Padre” es el recinto sacro en el que Dios ha de ser glorificado a través de la oración y el sacrificio. No debe convertírsela ni en un mercado ni en una cueva de ladrones, como dice Jesús en los evangelios sinópticos (Mt 21,13; Mc 11,17; Lc 19,46). Es decir, no se puede abusar de la casa de Dios para otros fines. Todo esto provoca la ira de Dios, como vemos en Jesús en el pasaje de hoy. Él no toleró tácitamente el espectáculo en el Templo, pues era una grave ofensa al Señor. Jesús intervino ante la vista de todos para poner fin al escándalo.

Este acto resoluto de Jesús, que mostraba una gran autoridad, suscitó oposición. Los judíos querían un signo que demostrara que tenía autorización para realizar un acto así. Pero no sabían con quién hablaban; no habían reconocido que Jesús es el Señor del Templo, el Hijo del Padre Celestial.

Todo el servicio que se venía realizando en el Templo de Jerusalén debía preparar la llegada de Aquél a quien pertenece el Templo. Con la venida de Jesús al mundo, el Templo había completado su tarea, pues mediante la muerte y resurrección de Jesús se nos dio acceso a un nuevo Templo: el Templo de su Cuerpo. Los judíos no podían entenderlo cuando Jesús les respondió: “Destruid este Templo y en tres días lo levantaré.” Ni siquiera sus discípulos lo comprendieron hasta después de su resurrección.

En efecto, el Templo de Jerusalén no existe ya, porque la historia de Dios con la humanidad continuó. Gracias al sacrificio del Hijo de Dios, se ofrece ahora la salvación a todos los hombres en Cristo. Él edificó la santa Iglesia, el Templo en el que tienen cabida todos los pueblos y en el que se celebra el único sacrificio incruento de Cristo, después de que el Mesías, como el Cordero de Dios, se ofreciera como sacrificio siempre válido.

En todos los rincones del mundo se han edificado muchos templos, en los que se adora y glorifica a Dios con reverencia y amor.

Sin embargo, cabe preguntarse si esta finalidad del templo sigue respetándose siempre, o si en nuestras iglesias también es necesaria una “purificación”…

Con tristeza tenemos que constatar que a menudo se ha perdido la reverencia en nuestra Iglesia y que, por tanto, la liturgia se ha banalizado cada vez más, sobre todo desde la reforma litúrgica que dio lugar al “Novus Ordo Missae”. Se han introducido cada vez más elementos profanos y, en muchas ocasiones, se ha reemplazado el «santo silencio» que debería reinar en los templos por un parloteo. El gran tesoro de la música sacra, que proclama la gloria de Dios, ha sido sustituido en algunos lugares por cantos sentimentales e intervenciones instrumentales que ya no elevan realmente el alma a Dios. En el marco de una falsa comprensión de la diversidad cultural, incluso se introducen prácticas paganas en la liturgia. En Roma, lugares de culto se utilizaron como comedores, sin necesidad alguna para ello. En los tiempos confusos del Covid, se estableció un centro de vacunación en la magnífica Catedral de Viena. Estas son solo algunas de las cosas que resultan más que perjudiciales para la casa del Padre de Jesús, que debería ser una casa de oración.

Si nos detuviéramos a meditar sobre la purificación del Templo, también habría que mencionar su contaminación interior: los pecados sin expiar, los sacrilegios, el veneno de los errores doctrinales y morales que se extienden, la deplorable confusión de la jerarquía eclesiástica actual. ¿Qué dirá y qué hará Jesús al respecto?

La purificación del Templo le corresponde a Él. Nuestra tarea como fieles es vivir nuestra fe sin adulteraciones y con gran pureza, de modo que el templo de nuestro corazón pueda impregnarse totalmente de la presencia de Dios. Somos «piedras vivas» (1 Pe 2, 5), formando parte del Templo del Cuerpo de Cristo. ¡Que Él nos purifique de tal modo que pueda mirarnos complacido y surja en nuestro interior un pequeño templo en el cual el Señor habite con agrado!

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