Evangelio de San Juan (Jn 6,41-59): Pan de vida eterna

Los judíos, entonces, comenzaron a murmurar de él por haber dicho: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. Y decían: “¿No es éste Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que ahora dice: ‘He bajado del cielo’?” Respondió Jesús y les dijo: “No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, y yo le resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: ‘Y serán todos enseñados por Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, el único que ha visto al Padre es el que ha venido de Dios. En verdad, en verdad os digo que el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. 

Éste es el pan que baja del cielo, para que si alguien lo come no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Los judíos se pusieron a discutir entre ellos: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente”. 

Estas cosas dijo en la sinagoga, enseñando en Cafarnaún.

Ciertamente, no era fácil comprender lo que Jesús quería transmitir a los judíos. Desde un punto de vista meramente humano, incluso podríamos decir que era imposible. Sin embargo, el Señor no espera algo de nosotros sin darnos al mismo la gracia necesaria para comprenderlo. Junto con el Hijo de Dios viene también la gracia de confiarnos a Él y de saber que, aunque aún no entendamos todo, lo que Él dice es verdad y su Espíritu nos lo revelará con mayor precisión cuando llegue el momento. En efecto, así nos sucede hasta el día de hoy. Tampoco nosotros podemos comprenderlo todo inmediata y plenamente, sino que nos corresponde esperar a que el Espíritu Santo nos lo haga entender más a fondo.

Los judíos comenzaron a murmurar porque Jesús les decía cosas que ellos no querían aceptar. En particular, se negaban a creer en esa verdad que el Señor repetía una y otra vez: que Él había bajado del cielo. Sin embargo, tampoco le hicieron preguntas sinceras para entenderlo mejor, como en su momento hizo el fariseo Nicodemo; sino que expresaron su incomprensión de tal manera que Jesús tuvo que reprenderles: “No murmuréis.”

Es importante comprender que la murmuración es una especie de rebelión interior que bloquea a las personas y les impide seguir una verdad más elevada de lo que habían pensado hasta entonces. Sin embargo, era el mismo Hijo de Dios quien les hablaba, y Él lo dejó claro una vez más con estas palabras: Nadie puede venir a mí si no le atrae el Padre que me ha enviado, y yo le resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: ‘Y serán todos enseñados por Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí.”

Como Jesús recalca una y otra vez, tratando de hacérselo entender a los judíos, su autoridad le viene del Padre. Su conocimiento del Padre Celestial es de un nivel totalmente distinto al que cualquier otra persona podría alcanzar: No es que alguien haya visto al Padre, el único que ha visto al Padre es el que ha venido de Dios.”

Por eso, Jesús nos trae el auténtico anuncio del Trono del Padre. Esto es lo que los judíos debían comprender al escuchar sus palabras y ver sus obras. Y no era una tarea imposible, ya que Dios mismo los habría atraído para que comprendieran al Hijo.

En el primer numeral, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña:

“Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano del hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Para lograrlo, llegada la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo como Redentor y Salvador. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.”

El requisito previo para comprender el discurso sobre el pan que ha bajado del cielo para alimentar a los hombres es tener confianza en la Persona de Jesús. Sólo entonces no será motivo de escándalo escucharle decir que hay que comer su carne y beber su sangre para permanecer en Él y Él en nosotros.

En la institución de la Santa Eucaristía se revela el sentido más profundo de estas palabras  de Jesús, que se cumplen sacramentalmente. La Iglesia ha custodiado este misterio de amor para nosotros hasta el día de hoy. Cuando recibimos el Sagrado Cuerpo y la Preciosa Sangre de Jesús, sabemos por fe que sucede exactamente lo que Jesús decía a los judíos en su discurso del pan de vida. Sabemos que por Él viviremos eternamente, así como Él vive por el Padre.

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