Evangelio de San Juan (Jn 6,30-40): «Al que venga a mí no lo echaré fuera»

Los judíos le dijeron: “¿Qué signo haces para que, al verlo, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: ‘Pan del cielo les dio de comer.’” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.” Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan.” Les dijo Jesús: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis.

Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Ésta es la voluntad de mi Padre: que quien vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna y que yo le resucite el último día.”

Jesús ha bajado del cielo. Por causa de nuestra salvación, se hizo carne en el seno de la Virgen María. Esto es lo que las personas de entonces y de ahora tienen que entender. Jesús es el único que ha visto a Dios (Jn 1,18) y Él mismo es Dios. Esto es lo que atestiguan las Escrituras y nosotros creemos. Es Jesús quien nos da a conocer al Padre Celestial. Más aún, el Padre está presente en el Hijo (Jn 14,10). Todo esto que nosotros, los cristianos, creemos y vivimos como verdad de fe, lo hemos reconocido a la luz del Espíritu Santo y la Iglesia nos lo ha transmitido en su auténtica doctrina. Al acompañar a Jesús a lo largo del Evangelio de San Juan y al escucharle, vemos sus grandes esfuerzos por transmitir a los judíos esta verdad que se ha vuelto natural para nosotros.

En el pasaje de hoy, los judíos quieren ver un signo que acredite a Jesús ante sus ojos, un signo como el del maná del cielo que comieron sus padres en el desierto. Jesús recurre a esta expresión para guiarlos hacia una comprensión más profunda. El maná fue un gran signo del amor providente del Padre que alimentó a su Pueblo durante su travesía por el desierto, y también debía servir para consolidar su confianza en la guía de Dios a través de Moisés. Pero este pan sólo podía dar vida al cuerpo, no saciar el hambre de vida eterna.

Ahora bien, Dios quiere alimentar y colmar de bienes a los hombres en todas las dimensiones de su ser y de su vocación celestial. Para ello hace falta un alimento distinto, un alimento que satisfaga el alma, que cumpla el anhelo del hombre, que responda a sus  preguntas sobre el sentido de la vida, que sacie su hambre de amor y dé respuesta a su búsqueda de la verdad. Esto sólo puede suceder a través de un profundo encuentro con Dios.

A este alimento se refiere Jesús cuando habla del pan de Dios “que baja del cielo y da la vida al mundo”. Los judíos parecen tener una ligera intuición de que el Señor debe estar haciendo referencia a un pan distinto a aquel que sólo sacia por un momento, pues le piden que les dé siempre de ese pan.

El Señor intenta abrirles los ojos: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed.”

Este era el momento de pasar de la fe en el maná a la fe en el pan de vida eterna. El Señor les había tendido un puente para que pudieran reconocer su Persona, partiendo del conocimiento que tenían de Moisés y de los patriarcas. Lo hizo de la misma manera que muchos misioneros ingeniosos posteriormente, tomando como “punto de enganche” el conocimiento de Dios del que disponían sus interlocutores, aunque fuese solo rudimentario, para llevarlos a una comprensión más profunda.

Pero Jesús se encontró con resistencia. Aunque las personas lo veían, presenciaban los signos que realizaba y escuchaban las palabras de vida que salían de su boca, no creían. La verdad no podía penetrar en ellos ni difundir su luz.

Es una situación con la que podemos encontrarnos también hoy en día, cuando nos preguntamos por qué tal o cual persona no abraza la fe a pesar de haber oído hablar de Jesús y tal vez incluso haber visto un milagro. Por lo general, no podemos dar una respuesta a esta pregunta, sino que nos corresponde simplemente seguir intentando dar un testimonio auténtico de palabra y obra, con la esperanza de que, gracias a la perseverancia de Dios en su búsqueda de un alma, ella un día le abra las puertas.

En todo caso, Jesús sigue intentándolo. No corta la conversación, sino que expresa su amorosa invitación para que los judíos y todos nosotros lo sepamos: cada persona puede acudir al Señor y Él no la echará fuera. Esta es la voluntad del Padre: que todos los hombres se refugien en su Hijo y reciban de Él la verdadera vida, la vida eterna. Su voluntad es que ninguno perezca y caiga en manos de los enemigos de Dios, de los que lo ha liberado el Señor. Pero es necesario aceptar su invitación para tener vida eterna y ser resucitados por el Señor el último día.

La Iglesia enseña lo siguiente sobre la resurrección de los muertos: “En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 997).

Seguiremos acompañando al Señor en su discurso y veremos cómo se esfuerza incansablemente por ganar a los hombres para el Reino de Dios.

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