Evangelio de San Juan (Jn 6,22-28): La obra de Dios

Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar vio que allí no había más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. Pero llegaron barcas de Tiberíades, cerca del lugar donde habían comido pan. Cuando la gente vio que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún, en busca de Jesús. Al encontrarle a la orilla del mar, le preguntaron: “Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado. No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello.”

Ellos le dijeron: “¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?” Jesús les respondió: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado.”

Encontrarse con Jesús significa hallar el amor y la verdad, que salen a nuestro encuentro en todas sus palabras y obras. Fue esto lo que experimentaron las personas que le acompañaban y lo buscaban en aquel tiempo, así como nos sucede a nosotros hoy cuando le seguimos seriamente.

El Señor dejó en claro a las personas que fueron a verlo a Cafarnaún que su motivación no era la correcta. No lo buscaban a causa del signo que Él había realizado, ni sacaron la conclusión adecuada de creer en Él; sino que venían porque se habían saciado, como Jesús indica claramente. Era también la razón por la que Jesús se había alejado cuando vio que querían hacerle rey.

Pero el Señor no se detuvo en esta aclaración; sino que los llevó más allá y les enseñó a aspirar a lo que de verdad importa, pronunciando estas inolvidables palabras: “No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre.”

He aquí una pauta irrevocable para nuestra existencia terrenal, que determinará toda nuestra vida si nos regimos por ella. Está en sintonía con estas otras palabras del Señor: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33). O también: “Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros, pero vuestro Padre celestial las alimenta” (Mt 6,26).

Nuestro Señor quiere que, ante todo, pongamos nuestra mirada en Él y nos centremos en Él, porque sólo así su gracia podrá desplegarse plenamente en nosotros y darnos todo lo que nos tiene preparado. Mientras nuestro enfoque permanezca centrado sobre todo en las cosas terrenales, nuestra capacidad de amar estará ligada a nuestra propia persona, y la satisfacción de nuestras necesidades ocupará el primer plano. Sin embargo, esta actitud nos cierra en gran medida –o incluso por completo– a lo sobrenatural que Dios quiere darnos.

Por tanto, hemos de esforzarnos ante todo por descubrir y cumplir la voluntad de Dios, pues este es nuestro verdadero alimento, como Jesús explicó a sus discípulos en un pasaje previo (Jn 4,34). Tanto para Él como para nosotros, es éste el “alimento que permanece para vida eterna”. En todos nuestros esfuerzos, el Señor nos precede y sale a nuestro encuentro, donándose a sí mismo como nuestro alimento.

Por desgracia, a menudo no se presta suficiente atención a esta enseñanza de Jesús. Incluso entre aquellos que confiesan al Señor, hay demasiados que no han entrado aún en esta realidad que Él nos ofrece. Sus pensamientos y sentimientos giran excesivamente en torno a las preocupaciones terrenales, de manera que su vida puede carecer de la libertad y la alegría que brotan de esa “santa despreocupación” a la que nos invita el Señor. Así, siguen llevando una carga de preocupaciones de la que el Señor hace tiempo quiere librarles; sus pasos se vuelven pesados y su espíritu no puede elevarse. Todavía no han interiorizado suficientemente las palabras de la carta de San Pedro: “Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros” (1Pe 5,7).

Las personas a las que Jesús estaba instruyendo en Cafarnaún le hicieron entonces una pregunta esencial: “¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?” La respuesta de Jesús es inequívoca: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado.”

Más adelante dirá con toda claridad: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envía no lo atrae” (Jn 6,44). Si esto se aplicaba a las personas de aquel entonces, vale de la misma manera para nosotros hoy y para todos los hombres de todos los tiempos. Estamos llamados a seguir la invitación de Dios y creer en su Hijo. Todo lo demás se deriva de esto, porque el Padre ha puesto todo en manos de Jesús (Mt 11,27) para que Él, a su vez, nos lo conceda a nosotros. ¡Esta es la obra de Dios! Si creemos, entramos en esta obra de gracia que se hace realidad en nuestra vida. Todos los bienes espirituales que nuestro Padre Celestial ha dispuesto para nosotros podrán empezar a desplegarse en nuestra vida. Por tanto, hemos de esforzarnos por el don de la fe que nos ha sido dado, para que, a través de las obras del amor, se convierta en una fe viva.

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