Evangelio de San Juan (Jn 4,27-42): Los samaritanos abrazan la fe

En esto llegaron sus discípulos y se sorprendieron de que hablara con una mujer. Pero nadie le preguntó qué quería o qué hablaba con ella. La mujer, dejando su cántaro, corrió al pueblo y dijo a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?” Salieron del pueblo y se encaminaron hacia él.

Entretanto, los discípulos le insistían: “Rabbí, come.” Pero él replicó: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis.” Los discípulos se decían entre sí: “¿Le habrá traído alguien de comer?” Jesús les dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. ¿No decís vosotros: ‘Cuatro meses más y llega la siega’? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que amarillean ya para la siega.

Ya el segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. Y en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga.”

Muchos samaritanos de aquel pueblo creyeron en él por las palabras de la mujer, que atestiguaba: “Me ha dicho todo lo que he hecho.” Cuando llegaron a él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y Jesús se quedó allí dos días. Fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: “Ya no creemos por tus palabras, pues nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo.”

El encuentro con Jesús tuvo un impacto decisivo en la mujer samaritana. Incluso dejó atrás el cántaro de agua que había traído consigo al pozo. Sin saberlo, ya se había convertido en portadora de esa agua viva de la que le había hablado el rabino extranjero. Jesús ya la había incorporado a su servicio para que los samaritanos de ese pueblo supieran quién era el que había venido a ellos. La mujer dio testimonio de lo que Jesús había hecho por ella y de que Él conocía también lo escondido. Entonces dijo a la gente de su pueblo: ¿No será el Cristo?”

Vemos, pues, que ella ya había asimilado el testimonio del Señor, y se convirtió así en mensajera para su pueblo, de modo que la gente se encaminó hacia él para convencerse por sí misma.

Entretanto, los discípulos volvieron de la ciudad y le insistieron para que comiera. Pero el Señor aprovechó esa situación para transmitirles una vez más algo que superaba su capacidad de comprensión natural.

Los discípulos de este rabino tenían que aprender que no podrían comprender inmediatamente todo lo que el Maestro les decía. Debían confiar y esperar con paciencia hasta que el Espíritu de Dios les revelase el sentido de sus palabras. Esto sigue siendo así hasta el día de hoy, aunque contemos con una larga y auténtica tradición y el Magisterio de la Iglesia para interpretar correctamente las palabras de Jesús. Pero en nuestro camino personal de seguimiento de Cristo pueden existir etapas en las que estemos especialmente necesitados de la luz del Espíritu Santo, puesto que no siempre somos capaces de entender e interpretar inmediatamente las palabras del Señor aplicadas a nuestra situación.

Jesús les indicó a los discípulos que hay otro alimento mucho más importante que el pan cotidiano. Es el alimento del que Él vive: hacer la voluntad del Padre que le ha enviado y llevar a cabo su obra.

Los discípulos aprenderán a entender que para el Señor todo gira en torno a este alimento. Su alma está llena de él, tiene hambre de él. Sólo el cumplimiento de la voluntad del Padre puede saciarle verdaderamente. La obra de Dios debe realizarse, la obra de la redención de la humanidad. ¡Esto es lo que mueve a Jesús! Es el amor que no puede darse por contento hasta haber cumplido su encargo.

¿Será que también nosotros podemos tener este celo? Tenemos grandes modelos: los apóstoles, que, movidos por el mismo Espíritu que su Señor, llevaron incansablemente su mensaje hasta los confines de la tierra; los incontables misioneros y santos que se nos han convertido en brillantes ejemplos de entrega a Dios. ¿No es cierto que nuestra alma sólo se siente verdaderamente satisfecha cuando ha cumplido la voluntad de Dios? ¿No es cierto que sólo entonces llega aquella paz que suscita alegría y gratitud en el alma? ¿No es cierto que sólo entonces nuestra alma queda serena “como un niño en brazos de su madre” (Sal 130,2)?

Entonces, vivamos del mismo alimento que llenaba a nuestro Señor: hacer la voluntad del Padre y llevar a cabo la tarea que Él nos ha encomendado.

Jesús da a entender a los discípulos que han sido enviados a cosechar lo que ellos no han sembrado. Otros trabajaron y se fatigaron antes, y el mismo Señor puso la semilla para una cosecha abundante. Y, en efecto, tras la muerte y resurrección de Cristo y el descenso del Espíritu Santo, la fe se extendió aún más allá de las fronteras de Israel por el ministerio de los apóstoles, especialmente de San Pablo.

Pero ya en ese momento los discípulos podían ver ante sus ojos los campos que amarilleaban para la siega, anunciando una abundante cosecha, pues muchos samaritanos acudieron a Jesús y creyeron en él. Lo reconocieron y confesaron: “Tú eres el Salvador del mundo.”

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