Evangelio de San Juan (Jn 3,31-36): “La decisión crucial”  

El que viene de lo alto está sobre todos. El que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla. El que viene del cielo está sobre todos, y da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio confirma que Dios es veraz; pues aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

En el pasaje de hoy, se nos revela la dimensión sobrenatural de la venida de Jesús al mundo y de su Persona, y se nos introduce así en el misterio de su divinidad. Jesús no es simplemente un sabio particularmente dotado o un maestro con extraordinarios dones divinos, por loables que éstos sean. Tales concepciones de Jesús no aciertan a la realidad, porque siguen basándose en un modo de pensar terrenal. Jesús, en cambio, viene “de lo alto”; es decir, fue enviado por el Padre y –como profesamos en el Credo– “nació de María, la Virgen y se hizo hombre”, sin perder su naturaleza divina. Se trata, en efecto, de un gran misterio, que ha de penetrar en el corazón del hombre por medio de la fe y convertirse en una certeza iluminada. Hasta el día de hoy, la Iglesia ha custodiado y enseñado esta verdad a los hombres.

Jesús, venido del cielo, atestigua en la tierra lo que ha visto y oído. Pero a los hombres les resulta difícil aceptar su testimonio. En el pasaje de hoy incluso leemos: “Nadie recibe su testimonio”.

¿Por qué será que a los hombres les cuesta entender? Hace pocos días habíamos escuchado cómo Nicodemo, un respetado magistrado, inicialmente no lograba comprender las palabras del Señor y trataba de interpretarlas en categorías humanas.

Podríamos vernos tentados a considerar que el obstáculo es la limitación del entendimiento humano.

Sin embargo, el impedimento no puede ser una incapacidad de entender, pues Dios no esperaría de nosotros algo que nos es imposible captar. El problema radica en otra parte.

Con la venida de Jesús, se ofrece también a los hombres la gracia de reconocerle. Esto es obra del Espíritu Santo, que despierta la fe en nosotros. En el ejemplo de los discípulos lo vemos: ellos le siguieron y, por sus palabras y obras, incluidos los milagros, pudieron reconocer y dar testimonio: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Lo mismo sucedió con Juan Bautista, que le reconoció y se convirtió en su testigo. Fue Dios quien les dio la luz para ello.

De hecho, nuestro Padre Celestial quiere que reconozcamos a su Hijo amado, a quien ha enviado al mundo y en cuyas manos todo lo ha puesto (cf. Mt 11,27). Dios quiere que, al reconocer a Jesús, lleguemos al conocimiento de la verdad (1Tim 2,4). Para ello, nos envía su luz.

Pero ¿será que los hombres tienen la disposición de aceptar y profesar el testimonio del Señor?

Jesús mismo dirá ante Pilato: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,37b).

Si nosotros, los hombres, buscamos  la verdad e intentamos vivir en ella, un día nos encontraremos con Jesús y lo reconoceremos en la luz del Espíritu Santo. Por tanto, somos “capaces de la verdad”. Eso no significa que tengamos que concluir a la inversa que todos los que aún no han reconocido a Jesús es porque se han cerrado a la verdad. Pero siguen siendo ciertas las palabras de la Escritura que acabamos de escuchar: El que recibe su testimonio confirma que Dios es veraz; pues aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios”. 

Asimismo, nunca pueden relativizarse las palabras finales del pasaje de hoy: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero quien rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.”

El gran don que Dios nos entrega en su Hijo y en su obra redentora es la vida eterna. Es la vida redimida, que alcanzará su plenitud en la eternidad con Dios y con todos los ángeles y santos. Nada menos que eso nos ofrece el Señor, y esta invitación se extiende a todos los hombres sin excepción. Pero hay una puerta por la cual tenemos que entrar: Es el seguimiento de Cristo, la obediencia a Él y la observancia de sus indicaciones. Esta es la condición establecida por Dios, y para su cumplimiento nos concede en sobreabundancia su gracia.

Si, aun conociéndola, no queremos aceptar la invitación de Dios a la cena de bodas del Cordero, entonces nos autoexcluimos de su gracia y permanecemos en las tinieblas, porque nos hemos cerrado a la verdadera luz.

Por tanto, la decisión crucial es si aceptamos o no a Jesús, al Enviado del Padre. De ello depende que vivamos en la luz de Dios o que impidamos que ella llegue hasta nosotros en la plenitud de la gracia.

De aquí se deriva la misión encomendada a aquellos que han encontrado el “agua de la vida” –como Jesús se dará a conocer a la mujer samaritana en el próximo capítulo– de convertirse en testigos fidedignos de Aquel a quien el Padre ha enviado a la humanidad.

Mañana escucharemos con qué delicadeza habla el Señor con la samaritana para conducirla al conocimiento de la verdad.

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