Cuando acabaron de comer, le dijo Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dijo: “Apacienta mis corderos”. Volvió a preguntarle por segunda vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dijo: “Pastorea mis ovejas”. Le preguntó por tercera vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: ‘¿Me quieres?’, y le respondió: “Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero”. Le dijo Jesús: “Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras” -esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: “Sígueme”.
¿Cómo se habría sentido Pedro cuando Jesús le preguntó tres veces si le amaba? ¿Acaso dudaba el Señor de su amor? ¿Quería recordarle que lo había negado tres veces antes de su muerte?
No, el Señor no dudaba del amor de Pedro, aunque éste todavía fuera imperfecto y estuviera sujeto a la debilidad humana. Tampoco pretendía, de modo alguno, humillar a Pedro al recordarle su infidelidad. ¡Al contrario! Jesús le daba la oportunidad de reparar su negación con la triple confesión de su amor y, a continuación, le confiaría lo más valioso: el cuidado de su rebaño. Pedro fue llamado por el Señor para apacentar a los suyos con su autoridad.
Sin embargo, solo podrá hacerlo en virtud del amor, y el amor humano no basta. Se requiere ese amor que el Señor mismo mostró a los suyos, hasta el punto de dar la vida por sus ovejas. Todos los que están llamados a servir como pastores en el Reino de Dios solo podrán ejercer debidamente su ministerio si está marcado por este amor. En efecto, los ministerios en la Iglesia no son posiciones de poder político (aunque también éstas deberían ejercerse buscando el bien de las personas), sino que son servicios de entrega y caridad designados por el Señor de la Iglesia. Nadie puede atribuirse a sí mismo esta vocación. De lo contrario, se desvirtuaría la esencia del ministerio de un pastor.
El encargo que Jesús encomienda a Pedro, tal y como nos lo presenta el Evangelio, es un modelo de tales ministerios: el Señor le pregunta tres veces si lo ama. Sin duda, Él sabe que Pedro le ama, pero quiere que lo confiese. Pedro no sabe que esa es su intención y se entristece de que se lo pregunte tres veces. Sin embargo, las tres veces da la respuesta correcta. Ahora, Jesús le confía ese ministerio que, a lo largo de los siglos, se ha entendido en la Iglesia como un servicio de unidad y que se ha preservado como el ministerio petrino: el gran servicio a Dios y a los hombres.
Jesús sugiere a Pedro lo que le espera y lo que esta vocación conlleva. Él, Pedro, dará su vida por Jesús. Dios ha trazado sus caminos. En el seguimiento de su Señor, Pedro tendrá que aprender cada vez más a escuchar y obedecer a otro más que a sí mismo: al Espíritu Santo. Mientras sea joven, aunque también pensará y actuará bajo el impulso del Espíritu Santo, se apoyará más en sus propias fuerzas. Pero, cuando haya envejecido y aprendido a escuchar al Espíritu, poniéndose totalmente a su servicio, sucederá como Jesús predijo: «Extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras».
Este cambio de que el Espíritu Santo asuma toda la guía debe producirse si queremos seguir a Cristo hasta el final. Solo entonces podrá desplegarse toda la fecundidad que el Señor ha previsto para nosotros. Eso nos costará la vida. No necesariamente tiene que tratarse del martirio de sangre, como lo sufrieron la mayoría de los apóstoles, sino de morir lentamente a nuestra voluntad propia cuando no se ajusta a la voluntad del Señor. Cuanto mayor sea la tarea y la responsabilidad que se nos ha confiado, más importante será esa transformación a través del Espíritu Santo.
Pedro aceptó este servicio de amor. Demostró su amor al Señor y, con la fuerza del Espíritu Santo, lo anunció intrépidamente y presidió la Iglesia naciente. Cuando quiso hacer falsas concesiones, fue lo suficientemente humilde para aceptar la corrección pública de Pablo (Gal 2,11-14). Sufrió el martirio, dando así la muestra del amor más grande. De aquel Pedro que había negado tres veces a Jesús por miedo a la muerte surgió un apóstol que entregó su vida por amor al Señor y a sus ovejas. Cumplió la palabra del Señor: “Sígueme”.