[Dijo Jesús mirando al cielo:] “Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos la perfecta alegría que yo tengo. Yo les he dado tu palabra, pero el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que creerán en mí por medio de su palabra, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.
Padre, deseo que los que tú me has dado estén también conmigo allí donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor que me has tenido esté en ellos, y yo en ellos.”
Estas son las últimas palabras del Señor antes de ser apresado. Sus enemigos lo tienen todo planeado y solo esperan el momento de prenderlo. Judas no tardará en entregárselo.
Pero antes de aquella hora, el Señor habla a su Padre de sus amados discípulos, a quienes dejará en el mundo para que cumplan su misión. Sus últimas palabras no han de sumirlos en luto, sino llenarlos de la alegría de Jesús y darles esperanza. Se trata de la alegría de conocer a Dios y servirle. Este es el gran regalo y, al mismo tiempo, la misión de los discípulos.
Puesto que pertenecen a Dios, serán odiados por el mundo, como lo fue su Señor. Así será hasta que los hombres se conviertan sinceramente a Dios y sean liberados de las garras de las tinieblas. Cuando la luz divina penetre en ellos, percibirán la bondad de Dios y se disiparán todas las imágenes distorsionadas que tenían de Él. Especialmente el falso temor a Dios, que el diablo infunde en nosotros para destruir la confianza en nuestro Padre Celestial, debe ser superado.
Jesús aún no lleva consigo a los discípulos en su retorno al Padre. Aún deben permanecer en el mundo, en ese ambiente hostil que a menudo se opone a Dios. Sin embargo, el Señor sí pide al Padre que los proteja del mal. Así, su camino en este mundo se convierte en un tiempo de prueba para demostrar su fidelidad a Dios.
Lo mismo ocurre con nosotros, que hoy seguimos a Jesús. El mundo es el lugar donde debemos cumplir nuestra tarea. Podemos contar firmemente con la oración que el Señor hizo por nosotros, pidiendo que seamos protegidos del mal. Estamos llamados a vivir en la verdad, es decir, a permanecer en su Palabra sin desviarnos. Al mismo tiempo, somos enviados al mundo para dar testimonio de la verdad al servicio de nuestro Padre Celestial y de su Hijo divino. No hay tarea más importante que esta, porque los hombres precisan conocer la verdad, y para ello son necesarios los mensajeros del Señor.
La oración de Jesús por sus discípulos incluye a todos aquellos que creerán en Él por medio de su palabra. Ya en ese entonces, el Señor nos tenía en vista, y sigue viéndonos hoy cuando nos esforzamos por ser luz del mundo y sal de la tierra (Mt 5,13-14).
Jesús habla una y otra vez de la unidad de los discípulos con Él y con el Padre, que constituye un gran testimonio para este mundo. Sabemos bien cuánto daño ha sufrido la unidad entre los cristianos. Hoy en día se intenta crear unidad entre las personas, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Sin embargo, es importante destacar que la verdadera unidad solo puede existir en la verdad. No puede surgir fuera de Dios, sino solo donde las personas viven de acuerdo con la voluntad de Dios y se adhieren a la unidad entre el Padre y el Hijo. A esta unidad se refiere el Señor en su oración sacerdotal. Cualquier otra no perdura y es igual de quebradiza que aquella paz que el mundo ofrece.
Una vez más, Jesús dirige a su Padre el deseo de que sus discípulos contemplen su gloria, que recibió de Él antes de la creación del mundo. Este deseo se cumplirá en la vida eterna en todos aquellos que completaron su carrera en la tierra en la gracia de Dios. Aunque aquí en la tierra apenas veamos «como en un espejo, de forma borrosa» (1 Cor 13, 12), ya es maravilloso lo que vislumbramos de la gloria de Jesús por la fe. Pero lo que nos espera es sobrecogedor y nos colmará de dicha eterna. Entonces se cumplirá todo lo que Jesús pidió al Padre para nosotros: que el amor con el que Él es amado por Dios habite en nosotros y Él en nosotros.
En el próximo capítulo, entraremos en la Pasión de Jesús llevando con nosotros estas palabras de despedida de Nuestro Señor.