Evangelio de San Juan (Jn 13,31-38): “Verdadera fraternidad”

Cuando salió Judas, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo; y pronto le glorificará. Hijos, todavía estoy un poco con vosotros. Me buscaréis y como les dije a los judíos: ‘Adonde yo voy, vosotros no podéis venir’, lo mismo os digo ahora a vosotros. Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros”. Le dijo Simón Pedro: “Señor, ¿adónde vas?” Jesús respondió: “Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde”. Pedro le dijo: “Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti”. Respondió Jesús: “¿Tú darás la vida por mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces”.

Jesús permanece fiel hasta la muerte a la misión que Dios, nuestro Padre, le encomendó. Su entrega perfecta a la voluntad del Padre le glorifica, y el Padre, a su vez, le glorifica a Él.

No encontraremos un amor más grande que el amor entre Dios Padre y su Hijo, que es el Espíritu Santo mismo. Es este amor el que es capaz de transformar el lúgubre acontecimiento de la traición del Hijo de Dios e integrarlo en el divino plan de salvación.

El traidor ya se ha puesto en camino para entregar a Jesús a cambio de treinta monedas de plata. Jesús, en cambio, prepara a sus discípulos para su muerte, que es inminente. Ellos no podrán seguirle aún a esta muerte en la cruz. Solo Él la sufrirá para redimir a la humanidad.

El Señor da un nuevo mandamiento a sus discípulos. Les ha revelado el amor del Padre y ahora les muestra cómo deben vivirlo también entre ellos. Este es el modo en que estamos llamados a convivir unos con otros en la tierra, dando así testimonio del amor de Dios como verdaderos hermanos en Cristo. Posteriormente se dirá de los primeros cristianos: “¡Mirad cómo se aman!” (Tertuliano, siglo II), y se reconocerá este amor como una característica que los identifica.

No se trata de una fraternidad humana en virtud de su naturaleza común. Esta no basta para crear un mundo pacífico. Aunque haya buena voluntad, muchas veces las personas sucumben a sus malas inclinaciones, a su corazón no convertido y a su confusión. Esto resulta evidente cuando observamos el estado en que se encuentra actualmente el mundo, a menudo desolado.

Jesús, en cambio, nos ofrece una fraternidad en virtud de la gracia y del amor que nos otorga el Hijo de Dios. Esta fraternidad supone que los hombres guardemos los mandamientos de Dios, aceptemos la salvación que nos ofrece en su Hijo y sigamos sus pasos. Así, con la ayuda del Espíritu Santo, nos volvemos capaces de amar de verdad, como Jesús mismo nos amó. Así puede surgir un mundo redimido por Dios. Las condiciones están predeterminadas, pero su realización depende de una evangelización auténtica y con autoridad, así como del testimonio del amor fraterno en Cristo que debe acompañar al anuncio.

En Pedro se puede ver lo débil que aún era el amor de los discípulos, a pesar de que seguían de todo corazón al Señor. A Pedro no le gustó la afirmación de Jesús de que no podría seguirle todavía, y le aseguró que incluso estaba dispuesto a dar su vida por Él. Sin duda lo decía en serio, pero su amor aún no era suficientemente fuerte. Aún no poseía la solidez que sólo puede conferirle el don de fortaleza, uno de los maravillosos dones del Espíritu Santo.

“Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora?” En esta pregunta se puede leer en el corazón de Pedro su deseo de permanecer junto a su Señor. Nada en el mundo debía separarlo de Jesús, aunque eso supusiera dar su propia vida.

Pero Jesús ve la situación con realismo. Nada está escondido ante Él. Él sabe que el amor de sus discípulos aún no es lo suficientemente fuerte. Aun así, consuela y orienta a Pedro diciéndole: “Me seguirás más tarde”.

Pedro lo recordará después. Por ahora, tiene que enfrentarse a la triste declaración de Jesús: “En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces”.

Sólo transcurrieron pocas horas hasta que se cumplió lo que Jesús predijo. Ahora se vuelve más valiosa aún cada hora que les queda a los díscípulos para escuchar atentamente a Jesús, dándoles instrucciones antes de su muerte, que se extienden a través suyo a todos los que le seguirán a lo largo de los siglos. Son palabras de vida de un valor inestimable, como lo es cada palabra que sale de la boca de Jesús para el mundo. ¡Dichoso el que no se escandaliza de Él (Mt 11,6) y escucha y cumple sus palabras! Y si en algún momento sucumbe a su debilidad y no sigue inmediatamente a su Señor y Maestro, puede acordarse de Pedro, volverse a levantar y seguir adelante. El Señor está siempre dispuesto a perdonar si se lo pedimos. Y si hemos desaprovechado las ocasiones de mostrarle al Señor el amor que le habíamos declarado, recordemos que, después de su Resurrección, Jesús dio a Pedro la oportunidad de volverle a declarar su amor y le confió seguidamente una gran misión (Jn 21,15-17). ¡Jesús no había dejado de confiar en él!

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