La víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Y mientras celebraban la cena, cuando el diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara, como Jesús sabía que todo lo había puesto el Padre en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la cena, se quitó la túnica, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto a la cintura. Llegó a Simón Pedro y éste le dijo: “Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies?” “Lo que yo hago no lo entiendes ahora -respondió Jesús-. Lo comprenderás después”. Le dijo Pedro: “No me lavarás los pies jamás”. “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo” -le respondió Jesús. Simón Pedro le replicó: “Entonces, Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza”.
Jesús le dijo: “El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos” -como sabía quién le iba a entregar, por eso dijo: “No todos estáis limpios”.
Todos vivimos del amor de Dios, pues todo lo que recibimos procede de esta fuente y se nutre de ella. Dios quiere mostrar hasta el extremo su amor a su criatura, a la que quiere elevar a la condición de hija suya. Al enviar al mundo a su Hijo, que se hizo hombre por nosotros, este amor se manifestó visiblemente.
Jesús sabía que la hora de su muerte era inminente. Era la hora de la que había hablado una y otra vez, aquella hora que traería la redención a la humanidad. En este contexto, celebró la cena pascual con sus discípulos, que le habían seguido. A ellos, así como a todos los que el Padre le encomendó, los amó hasta el extremo. Sin embargo, había uno entre los discípulos que no quiso aceptar este amor. Ya nos lo hemos encontrado en otras situaciones: cuando no comprendió el gesto tierno de aquella mujer que ungió los pies de Jesús con un valioso perfume de nardo y los secó con sus cabellos (Jn 12,3-4). También hemos escuchado que, estando a cargo de la bolsa, se apropiaba de lo que echaban en ella, de manera que no correspondía a la comunión con Jesús y los demás discípulos. El pecado había entrado en su corazón, ese pecado del que evidentemente no se arrepintió y que fue oscureciendo su corazón, hasta el punto de obtener dominio sobre él.
En efecto, cuando una persona no se arrepiente del pecado, el demonio adquiere poder sobre ella y esta sucumbe cada vez más a su influencia destructiva. “El diablo ya había sugerido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, que lo entregara.” Desgraciadamente, como veremos más adelante, él no resistió a estos susurros malévolos.
Jesús, en cambio, nos da un signo elocuente de su amor. Él, el Hijo de Dios, a quien le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), el Maestro, Señor y Rey de todos los hombres, lava los pies de sus discípulos y se los seca con una toalla.
Este gesto resultó tan inesperado para los discípulos que, en un primer momento, Pedro se negó a dejarse lavar los pies por su Señor. Esta escena nos recuerda a la ocasión en la que Jesús acudió a Juan Bautista para ser bautizado por él: “Pero éste se resistía diciendo: ‘Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?’ Jesús le respondió: ‘Déjame ahora, así es como debemos cumplir nosotros toda justicia’.” (Mt 3,14-15).
En el pasaje de hoy, le hace entender a Pedro que, aunque aún no lo comprenda, este gesto es necesario para tener parte con Él.
A menudo nos resulta difícil comprender a primera vista en qué consiste la verdadera grandeza y el amor. Estos consisten en servir, como nos dice y nos enseña Jesús con su propio ejemplo. Dios viene a servir a los hombres e invita a todos a comprenderlo e imitarlo (Mc 10, 45).
Puesto que Dios mismo es el primero en hacerlo, nos muestra el secreto de la vida: el verdadero dominio consiste en servir. El Hijo de Dios lava los pies a sus discípulos; un gesto que la Iglesia repite cada Jueves Santo en la celebración de la Última Cena, subrayando así una y otra vez que toda autoridad eclesial ha de estar al servicio de Dios y de los hombres.
¡Cuán necesario es para nosotros, los hombres, saber que la verdadera grandeza está en el servicio! De hecho, también es en el servicio donde se muestra la verdadera fraternidad en Cristo que ha de extenderse a todos los hombres. Así llegamos a ser hermanos en Cristo al servicio de nuestro amado Padre Celestial, ¡y eso cambia el mundo! ¡Qué mensaje es este! Y Dios, por su parte, concede todas las gracias necesarias para hacerlo realidad.
Pero primero es preciso confiarnos al Hijo de Dios y seguirle. Jesús está dispuesto a atraer a todos los hombres hacia sí, después de haber consumado su obra de amor en la cruz.
El Señor dice a sus discípulos: “Vosotros estáis limpios”, limpios por haber aceptado su Palabra, por haberle seguido y por vivir así en la verdad. Sin embargo, Jesús habló de uno que no estaba limpio. Se trataba de aquel que fue sumiso al diablo, quien le sedujo a traicionar a Jesús.