Evangelio de San Juan (Jn 12,25-33):  “Ha llegado la hora”  

“El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna. Si alguien me sirve, que me siga, y donde yo estoy allí estará también mi servidor. Si alguien me sirve, el Padre le honrará. Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: ‘¿Padre, líbrame de esta hora?’ ¡Pero si para esto he venido a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!” Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”. La multitud que estaba presente y la oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: “Le ha hablado un ángel”. Jesús respondió: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Decía esto señalando de qué muerte iba a morir.

Con estas palabras, pronunciadas en vista de su proximidad a la muerte, Jesús ofrece una valiosa enseñanza sobre la verdadera vida a todos aquellos que quieren seguirle seriamente. El Señor señala con insistencia que la vida humana no se reduce a la dimensión terrenal. Por eso, el hombre no debe centrar sus aspiraciones en esta vida pasajera, ni quedarse en disfrutarla. Al hacerlo, se cierra a la dimensión trascendental de su existencia y se vuelve cada vez más insensible y menos receptivo a la realidad espiritual, a la vida en Dios. En efecto, ésta solo adquiere sentido para aquellos que buscan «las cosas de arriba, no las de la tierra» (Col 3,2); es decir, para los que buscan a Dios y el propósito más profundo que Él dispuso para sus vidas. Si intentan vivir conforme a la voluntad de Dios, se les abren las puertas del Reino de los Cielos.

A nosotros, los hombres, se nos extiende la invitación a servir al Hijo de Dios, y así, por la gracia de Dios, se despliega la vida divina en nosotros y encontramos nuestro hogar allí donde el Señor mismo lo tiene: en la inquebrantable unión con Jesús y nuestro Padre celestial. Esto ya empieza a hacerse realidad en nuestra vida terrenal y llega a su plenitud en la eternidad, donde estaremos para siempre con Dios y lo contemplaremos cara a cara. Si seguimos al Hijo de Dios, el Padre nos honrará, pues esa es su santa voluntad para todos los hombres.

El alma de Jesús está turbada. Sabe que le espera la pasión y muerte en el Calvario. En medio de esta conmoción, pronuncia palabras de salvación que nos permiten echar una profunda mirada a su corazón lleno de amor: “¿Qué voy a decir?: ‘¿Padre, líbrame de esta hora?’ ¡Pero si para esto he venido a esta hora!”

Jesús no huye cuando se acerca a Él la muerte con todo su dolor físico y espiritual, cuando la traición de uno de los discípulos podría desgarrar su corazón, cuando el Rey del cielo y de la tierra es burlado y escarnecido por aquellos para quienes vino al mundo para abrirles las puertas del cielo. ¿Podría ahora pedir al Padre que lo libre de esta hora de dolor y dejar de cumplir su misión?

No, el amor de Jesús es demasiado grande como para dar marcha atrás: ama al Padre, cuya voluntad quiere cumplir sin reservas, y ama a los hombres, que sin Él no encontrarían el camino de la salvación que Él les alcanzó por su fidelidad y sacrificio.

Jesús quiere glorificar al Padre y por eso exclama a viva voz: “¡Padre, glorifica tu nombre!”

Y desde el cielo llega la respuesta del Padre: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”. Los presentes se quedaron perplejos ante lo que acababan de oír. No entendían las palabras, pero percibían el diálogo entre Jesús y su Padre.

Ahora el Señor habla muy claramente de lo que sucederá cuando haya llegado su hora: “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera.”

Jesús vino para destruir las obras del diablo (1 Jn 3, 8). El demonio tiene poder sobre las personas que viven en pecado, y es este dominio el que Jesús rompe en la cruz. Al expiar el pecado por su muerte voluntaria y cancelar la nota de cargo que pesaba sobre nosotros, clavándola en la cruz (Col 2, 14), cada persona puede obtener el perdón de sus culpas en virtud de este sacrificio. Así, el «acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche» (Ap 12, 10) fue precipitado y quedó quebrantado su poder sobre los hombres, siempre y cuando estos abracen la fe en el Hijo de Dios.

Una vez que el Señor entregue su vida en la cruz, su amor redentor atraerá a los hombres hacia Él. Es el amor el que todo lo transforma, el que ahuyenta las tinieblas y hace brillar la luz de Dios en los corazones de los hombres.

Jesús predijo lo que sucedería y sus discípulos debían oírlo para que, más adelante, recordaran todo lo que Él había dicho y lo que se cumplió ante sus propios ojos. También para nosotros, tantos siglos después, es una prueba de la autenticidad del testimonio de Jesús, pues todos los hombres hasta el Final de los Tiempos han de ser conducidos a Él. El Señor quiere atraer a todos hacia sí, ¡y esta invitación sigue en pie hasta el día de hoy!

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