Evangelio de San Juan (Jn 12,12-24): “Hosanna al Hijo de David”  

Al día siguiente las muchedumbres que iban a la fiesta, oyendo que Jesús se acercaba a Jerusalén, tomaron ramos de palmas, salieron a su encuentro y se pusieron a gritar: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!” Jesús encontró un borriquillo y se montó sobre él, conforme a lo que está escrito: “No temas, hija de Sión. Mira a tu rey que llega montado en un borrico de asna”. Al principio sus discípulos no comprendieron esto, pero cuando Jesús fue glorificado, entonces recordaron que estas cosas estaban escritas acerca de él, y que fueron precisamente éstas las que le hicieron. La gente que estaba con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y le resucitó de entre los muertos, daba testimonio. Por eso las muchedumbres le salieron al encuentro, porque oyeron que Jesús había hecho este signo. Entonces los fariseos se dijeron unos a otros: “Ya veis que no adelantáis nada; mirad cómo todo el mundo se ha ido tras él.”

Entre los que subieron a adorar a Dios en la fiesta había algunos griegos. Así que éstos se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y comenzaron a rogarle: “Señor, queremos ver a Jesús”. Vino Felipe y se lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe fueron y se lo dijeron a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto.”

Por poco tiempo, la realidad en Jerusalén fue como debía ser. El pueblo saludó al verdadero Rey de Israel y salió a su encuentro. En este acontecimiento se manifiesta la verdad y se reconoce la misión que Israel estaba llamado a cumplir para toda la humanidad. No se trataba de un rey humano, sino del Rey del cielo que vino a la Tierra para redimir a su pueblo. Entra en la «ciudad del gran Rey» (Mt 5,35), es decir, en Jerusalén, la ciudad escogida por Dios. ¡Qué alegría y qué gracia concede el Padre Eterno a su pueblo! Viene Aquel que merece toda alabanza, honor y gloria.

¿Y cómo entra en su ciudad? Este Rey se priva del esplendor y la pompa exterior con los que se pretende destacar la importancia y la posición de una persona.El Rey del cielo, en cambio, viene a la hija de Sión montado en un borrico, tal como habían predicho las Escrituras.Y el grito de júbilo nunca debería extinguirse, sino seguir resonando por toda la eternidad: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”

Todo esto sucedió ante los ojos de sus discípulos, pero no lo comprenderían hasta después de que Jesús fuera glorificado. Posteriormente, cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos y les permitió entender a su luz muchas cosas que hasta entonces les habían permanecido veladas, se dieron cuenta de que en este acontecimiento se habían cumplido las Escrituras.

La noticia de la resurrección de Lázaro contribuyó mucho a que las personas reconocieran a Jesús, pues el testimonio de quienes habían presenciado este extraordinario signo llegó a oídos de los que se habían reunido en Jerusalén para la fiesta. Muchos salieron a su encuentro con palmas en las manos y cánticos de alabanza en los labios.

De nuevo, nos encontramos con el contraste entre la luz y las sombras. Por un lado, vemos cómo se difunde la fe en el Mesías, tan necesaria para la salvación. Las personas se apresuran al encuentro del verdadero rey de Israel y sus corazones deberían abrirse de par en par para que el Señor pueda reunir a los suyos «como la gallina reúne a sus polluelos debajo de sus alas» (Mt 23, 37). ¿Qué habría sucedido si todo el pueblo se hubiera dejado tocar por la gracia? Gracias a las palabras de San Pablo, podemos hacernos una idea de la bendición que esto habría supuesto para toda la humanidad:

“Porque si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su restauración sino una vida que surge de entre los muertos?” (Rom 11,15).

Pero, lamentablemente, muchos de los líderes religiosos de la época se posicionaron en contra del Señor y se aferraron a su cerrazón.

Se acerca la hora del Señor, como Él mismo afirma: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre.” La hora en la que mostrará su amor abismal por el Padre y por nosotros, los hombres; la hora en la que será “obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2,8); la hora en la que será inmolado como Cordero de Dios para pagar por el pecado del mundo (cf. Jn 1,29).

La glorificación de la que habla Jesús es distinta a la que suelen imaginar las personas. No son los gloriosos triunfos en el campo de batalla, ni las medallas por grandes logros deportivos, ni los éxitos científicos de primer nivel los que glorifican al hombre, sino los actos de verdadero amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que nos muestra Jesús: lo más glorioso es su amor a Dios, su Padre y nuestro Padre, y su amor por los hombres, a quienes Jesús convierte en sus hermanos y por los que entrega su vida.

“Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto.” Esto es lo que hace nuestro Señor, y así es glorificado.

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