Conforme al relato de los evangelios, estando Jesús en el Monte Tabor con Pedro, Santiago y Juan, se transfiguró delante de ellos. Entonces salió de una nube la voz del Padre que les decía:
“Éste es mi hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.” (Mt 17,5b)
Al oír la voz del Padre, los discípulos se llenaron de miedo y el Señor tuvo que levantarlos diciéndoles: “No tengáis miedo” (Mt 17,7).
Tampoco a nosotros debe infundirnos miedo la voz del Padre. Cuanto más lo conozcamos, tanto más lo entenderemos. Incluso hemos de anhelar y buscar su voz, esperar que nos hable y, sobre todo, escuchar a su Hijo. A través de Él –así como del auténtico Magisterio de la Iglesia– el Padre nos habla directamente.
El Padre ama a su Hijo y siempre se complació en Él. El Hijo nunca le negó ni el más mínimo deseo y le fue obediente hasta la muerte (Fil 2,8). El mayor anhelo de Jesús era glorificar al Padre, llevando a cabo la obra que Él le había encomendado realizar (Jn 17,4).
En su Hijo, el Padre nos ha llamado a ser hijos suyos (Ef 1,5), de modo que también en nosotros se complace. Cuando, guiados por el Espíritu Santo, escuchamos a su Hijo y llevamos a cabo la obra que nos ha sido encomendada, su mirada se posa en nosotros con complacencia. Él nos ama como a su Hijo Unigénito, y es el Espíritu Santo quien nos hace receptivos a este amor, de modo que pueda llenarnos por completo.
Cuando todo esto sucede en nosotros, las personas pueden prestar oído a nuestro testimonio, porque lo que les diremos no será otra cosa que lo que Jesús mismo anunció a los hombres.