A nuestro Padre le encanta que, en lo secreto, hablemos con Él y nos tomemos tiempo para estar junto a Él (cf. Mt 6,6). En estos momentos, crece la intimidad, la amistad, la confianza, la sensibilidad para percibir su presencia… Allí, en lo secreto, Él puede hablar fácilmente a nuestro corazón y edificar su templo santo en nosotros.
En los evangelios escuchamos una y otra vez que el Señor se levantaba de madrugada para estar a solas con su Padre (cf. Mc 1,35). Sabemos que pasó cuarenta días en el desierto (Lc 4,1-2). Conocemos también la vida de los ermitaños, que se retiran totalmente del mundo para morar a solas con Dios. En algunos monasterios todavía se observan tiempos de silencio, para que el enfoque en Dios no quede debilitado por excesivas distracciones.
En el Mensaje, Dios Padre se dirige a la Madre Eugenia Ravasio para manifestarle explícitamente este deseo:
“Quisiera que tus superiores te permitan emplear tus momentos libres para conversar conmigo, y que puedas dedicar media hora al día para consolarme y amarme, para así lograr que los corazones de los hombres, Mis hijos, estén bien dispuestos a trabajar en la difusión de este culto, cuya forma vengo a revelaros, y para que lleguéis a tener una gran confianza en este Padre, que quiere ser amado por Sus hijos.”
Entonces, vemos que en este encuentro íntimo con Dios nosotros no sólo somos los receptores, sino que también para el Señor es un consuelo este intercambio de amor con nosotros. De esta manera, su amor puede penetrar más profundamente en nuestro interior. Además, como lo da a entender en este pasaje que hemos escuchado, el Padre también se vale de forma misteriosa de estos momentos, para preparar los corazones de aquellos que están llamados a acoger y difundir el mensaje del Señor.