“Espera un poco más y sigue cumpliendo tu tarea. ¡Yo soy tu recompensa!” (Palabra interior).
Cuanto más crece el amor por nuestro Padre, más anhelamos estar con Él en la eternidad. Recordemos cómo Jesús invitaba a sus discípulos a alegrarse con Él porque pronto volvería al Padre (Jn 14,28).
Sin embargo, la hora de nuestra muerte, que nuestro Padre ha determinado en su amor, permanece velada para nosotros. Entretanto, Él nos concede día a día la oportunidad de acumular tesoros en el cielo. San Pablo también nos exhorta a “aprovechar bien el tiempo presente” (Ef 5,16).
Así, el tiempo que nos queda hasta la muerte se nos convierte en una espera activa del encuentro con nuestro Padre celestial, y de esta manera se profundiza cada vez más la relación de confianza con Él. ¡Cuántas veces Dios nos ha mostrado su infinita paciencia, cuántas veces nos ha amado con magnanimidad, cuántas veces nos ha levantado, cuántas veces nos ha corregido o preservado con mano fuerte de caminos equivocados!
Es una historia de amor que, por gracia de Dios, no terminará dramáticamente, sino que llegará a su consumación. Si miramos desde esta perspectiva el camino que aún nos queda por recorrer, entonces nuestra espera no consiste solo en aguantar hasta que llegue el momento, sino que el amor se plasmará cada día en nuestras obras y nuestro corazón se llenará aún más de amor por el Padre.
Entonces, cuando la hora haya llegado, estaremos preparados y nuestras obras nos acompañarán (cf. Ap 14, 13). Dios las conoce y ninguna se perderá. Nuestro Padre mismo será nuestra recompensa y nos regocijaremos por cada día que le servimos en la tierra.