“¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios que volverás a alabarlo: ‘Salud de mi rostro, Dios mío’” (Sal 41,12).
En el evangelio el Señor nos dice: “En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
En efecto, son tantas las angustias interiores y exteriores que acongojan nuestra alma, la turban y asustan, y muchas veces no hallamos la manera adecuada de afrontarlas. Quizá incluso corremos el peligro de buscar soluciones equivocadas, para calmarnos y escapar de la situación.
Sin embargo, el acceso al Señor está siempre abierto de par en par. Dios devolverá la serenidad y la paz a nuestra alma, si lo invocamos con perseverancia y depositamos en Él nuestra esperanza. Él nunca desoye ninguna oración, aun si la respuesta no llega de un momento al otro. No debemos avergonzarnos o cohibirnos en nuestra inseguridad o aflicción interior; sino que hemos de acudir a nuestro Padre y exponer ante Él nuestro desamparo. De seguro Dios nos estará esperando, para darnos seguridad en sí mismo.
Pero entonces el alma debería aprender la lección de estos momentos en que experimenta su bondad, y, cuando vuelva a encontrarse en medio de la tribulación, empezar a agradecerle de antemano al Señor porque sabe que Él la salvará. De esta manera, contrarresta triunfalmente la tribulación, confrontándola con la victoria del Señor.
Cuanto más hagamos esto, arraigando así nuestra confianza en el Padre, tanto más podremos aplicar el verso del salmo de hoy y dirigirnos a nuestra alma para decirle con suavidad, pero también con firmeza:
“¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios que volverás a alabarlo.”