Sir 4,11-19
La sabiduría educa a sus hijos, y cuida de los que la buscan. El que la ama, ama la vida, los que en su busca madrugan serán colmados de contento. El que la posee tendrá gloria en herencia, dondequiera que él entre, le bendecirá el Señor. Los que le sirven, rinden culto al Santo, a los que la aman, los ama el Señor. El que la escucha, juzgará a las naciones; el que la cultiva, plantará su tienda en seguro.
El que se confía a ella, la poseerá en herencia, y su posteridad seguirá poseyéndola. Al principio lo lleva por caminos tortuosos, le infunde miedo y temblor, lo atormenta con su disciplina, hasta que pueda confiar en él y lo pone a prueba con sus exigencias. Pero luego lo conducirá por el camino recto, lo alegrará y le revelará sus secretos. En cambio, si él se desvía, lo abandonará, y lo dejará a merced de su propia ruina.
Hemos escuchado el elogio de la sabiduría y comprendimos rápidamente que la mayoría de los versículos pueden aplicarse directamente al Espíritu Santo:
“El que la escucha, juzgará a las naciones, el que la cultiva, plantará su tienda en seguro.”
La capacidad de juzgar sabiamente depende de que sepamos asimilar la luz del Espíritu Santo por encima de nuestro conocimiento meramente racional. En efecto, es el Espíritu Santo quien nos da una visión sobrenatural, o, dicho de otro modo, nos permite ver desde la perspectiva de Dios las situaciones que tengamos que juzgar. Por eso es un regalo tan grande que en la Iglesia tengamos un Magisterio que en muchos ámbitos nos ayuda a discernir los acontecimientos en el mundo desde la perspectiva de la fe.
Sirácides nos exhorta a escuchar a la sabiduría. En alemán existe la hermosa palabra “lauschen”, que significa concentrar toda la atención de la mente y del corazón en aquello que se nos está diciendo. De esta manera, la Palabra del Señor, la semilla sembrada por el Sembrador, no se perderá, ni el diablo podrá robarla, ni las espinas y abrojos sofocarla; sino que dará fruto abundante, como nos da a entender Jesús en la parábola (Mt 13,3-8.19-23).
Cuando escuchamos a Dios como es debido, podemos penetrar en lo más íntimo de su ser y plantar así nuestra tienda en seguro, como nos dice la lectura. Entonces encontramos nuestro hogar en Él y el Espíritu de Dios nos enseña a permanecer allí. Cuanto más atentamente asimilemos su palabra, moviéndola en nuestro corazón como la Virgen (Lc 2,19), tanto más absorbemos el amor de Dios, que instruye nuestro espíritu y regocija el corazón.
“Al principio lo lleva por caminos tortuosos, le infunde miedo y temblor, lo atormenta con su disciplina, hasta que pueda confiar en él y lo pone a prueba con sus exigencias. Pero luego lo conducirá por el camino recto, lo alegrará y le revelará sus secretos.”
A ninguno de nosotros nos gustan las tentaciones, que nos ponen a prueba, complican nuestra vida y nos recuerdan la lucha en la que estamos inmersos. Sin embargo, podemos verlas también desde otra perspectiva, como nos propone la lectura de hoy. Son pruebas que han de fortalecer nuestra voluntad y consolidar nuestra decisión de seguir al Señor. Si rechazamos por causa suya todo lo que podría separarnos de Él, nos volvemos más fuertes y el Señor recompensará nuestra fidelidad.
En otras palabras, Dios nos da oportunidades para ganar méritos y, al mismo tiempo, nos purifica. A esto apunta la afirmación de que el Señor nos “infunde miedo y temblor”; no para que nos desanimemos, sino para que clamemos a Él en nuestra angustia interior. Por desgracia, no pocas veces sucede que, cuando las cosas van bien a nivel exterior, tendemos a olvidarnos de Dios. En cambio, cuando llegan problemas y angustias, nos acordamos de Él y nuestro corazón lo busca.
Esta es precisamente la intención de nuestro Padre, que siempre tiene en vista nuestra salvación eterna. Cuando nosotros a nivel personal o la humanidad en general corremos el peligro de olvidarnos de Él, entonces el miedo y el temblor pueden ser remedios, aunque amargos, para llevarnos de vuelta al camino recto y traernos a la memoria a Dios. Porque lo peor que puede sucedernos es que nuestro corazón se desvíe y se aleje de Dios, de modo que todo tipo de ídolos fácilmente ocupen su lugar.
En cambio, cuando el corazón vuelve a Dios, también Él se vuelve a nosotros y nuevamente percibimos su amorosa atención y cercanía y retornamos al camino recto. Así, recuperamos de lleno su amistad y Él puede revelarnos los secretos de su amor.
Entonces se nos abren los ojos y empezamos a ver; la ceguera cede y la luz radiante del Espíritu Santo nos ilumina. Lo que entonces vemos es incomparablemente mayor que todo lo que el mundo puede ofrecernos, y nos ayudará a buscar y hallar nuestra plenitud sólo en nuestro Padre Celestial.
Si esto sucede, la sabiduría de Dios comienza a reinar en nuestro corazón.