ERES MÍO

“Eres mío y nadie podrá separarte de mí” (Palabra interior).

“Te he llamado por tu nombre; eres mío” –nos asegura la Sagrada Escritura (Is 43,1). El Apóstol San Pablo lo subraya: “¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada?” (Rom 8,35).

Esta promesa del Señor está siempre vigente, y especialmente en tiempos de tribulación. Es el cimiento firme sobre el cual podemos edificar la casa de nuestra vida. Sólo nosotros mismos podemos separarnos de Dios por el pecado y, si persistimos en él y no nos arrepentimos, podemos incluso perder la meta de nuestra existencia. Pero nadie más puede separarnos de nuestro Padre Celestial.

En el Mensaje a la Madre Eugenia, nuestro Padre nos invita a decir: “Yo vengo de Dios, mi Padre, y vuelvo a Él”. Si asimilamos estas palabras en lo más profundo de nuestro corazón, nos acompañarán también cuando se acerque la hora de nuestra muerte. Así lo experimenté con gratitud cuando murió una de nuestras hermanas: esa profunda seguridad de que venimos de Dios y a Él volvemos. Precisamente en los momentos en que ya no tenemos las cosas en las manos, cuando todas las seguridades exteriores desaparecen, estas palabras adquieren un inmenso valor. Nos dan nuestra identidad más profunda e indestructible, porque esa es la verdad: nuestro hogar está en el amor de nuestro Padre.

Pero esta frase no sólo es importante en las últimas horas de nuestra vida, sino en cada instante de nuestra existencia. Somos la propiedad amada de Dios. Él vela sobre nosotros: todos los intentos del Maligno por separarnos de Él quedarán frustrados y terminarán sirviéndonos para acercarnos aún más a Él. Nuestro Padre Celestial jamás nos abandonará. Aunque atravesemos horas de sinsentido y de atormentadora soledad, siempre sigue vigente su promesa: ¡Tú eres mío!