“Entrégame todo lo que quiere agobiarte. Yo soy tu Padre” (Palabra interior).
El Padre nos invita a entregarle constantemente las sombras que se ciernen sobre nuestra alma, queriendo agobiarla y –de ser posible– llevarla al desánimo. Ciertamente no se refiere a aquella noble tristeza que podemos sentir, por ejemplo, ante nuestros pecados o por la muerte de un ser querido. Se trata más bien de aquel vicio que los padres del desierto llamaban “tristitia”. Ellos incluso veían en ella a un demonio, que se apodera de los sentimientos melancólicos o incluso los provoca.
Cuando percibamos estos sentimientos, es importante que inmediatamente nos pongamos en camino hacia nuestro Padre, y que no nos detengamos hasta que nuestra alma se haya liberado de ellos. Para esto, es provechoso invocar una y otra vez al Espíritu Santo y cobrar consciencia de que el estado de tristeza no corresponde a la dignidad de nuestra alma.
Es muy posible que nos hayamos acostumbrado a dar cabida a los sentimientos y pensamientos melancólicos, y que simplemente esperemos hasta que hayan desaparecido. Pero esto no es suficiente y no ayudará a que nuestra alma recupere su luz y claridad.
El consejo que nuestro Padre nos da en las palabras iniciales de esta meditación corresponde también a las palabras que el Señor nos dirige en el Evangelio: “Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28).
Con esta invitación, el Padre expresa su amor y comprensión hacia nosotros. Él sabe que fácilmente nos hundimos en nuestras preocupaciones y problemas. Por eso nos ofrece su amor paternal, para que podamos acercarnos a Él sin temor ni vergüenza, porque Él es nuestro Padre. Así nos anima a acudir a Él con confianza, y entonces nos ayudará a no dejarnos llevar por lo que nos agobia y a experimentar su cercanía precisamente en tales situaciones.