“En tu bondad, enviaste a los profetas para devolverlos al camino correcto, ¡pero cuántas veces tu pueblo no escuchó sus palabras, sino que persiguió y mató a Tus enviados!” (Himno de Alabanza a la Santísima Trinidad).
Nuestro Padre hizo todo por conducir a su Pueblo por la senda de la salvación. Pero una y otra vez la historia de Israel muestra cómo se desviaron. Les resultaba difícil ser distintos a los pueblos de alrededor.
Pero Dios había escogido a Israel para ser el Pueblo que le perteneciera sólo a Él y que, con su existencia, diera testimonio del Señor del cielo y de la tierra y de la sabiduría de sus leyes y preceptos.
Nuestro Padre había cedido a su deseo, dándoles reyes que gobernasen al Pueblo. Pero, exceptuando a unos pocos, los reyes no vivían como a Dios le agradaba ni guiaban al Pueblo a practicar el bien.
Entonces la bondad de nuestro Padre buscó la manera de hacer volver al Pueblo al camino recto. Así que envió a los profetas. Éstos venían a amonestar al Pueblo, a recordarle lo que el Señor había obrado a su favor y a mostrarle lo que le había llamado a ser.
Pero la suerte de los profetas era dura. Los que eran verdaderos profetas –es decir, los que pregonaban la Palabra del Señor– a menudo se encontraban con corazones obstinados y con falsos profetas, que sólo anunciaban lo que el rey y el Pueblo querían escuchar. Experimentaban hostilidad y rechazo, e incluso persecución hasta la muerte.
Antes de su Pasión, nuestro Señor Jesucristo profirió estas palabras sobre la obstinación de Israel: “¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados” (Mt 23,37).
¿Qué más podía hacer nuestro Padre ante este gran endurecimiento? ¿Cómo podía ganarse los corazones y darles a entender cuánto los amaba?
¡Él no se rindió! ¡Su amor es inagotable!