“En mi Corazón estás en casa, siempre y para siempre. Allí encuentras todo, aun en la más densa oscuridad” (Palabra interior).
Sentirse en casa es un anhelo profundamente arraigado en el hombre. El hogar es el sitio donde puede ser como es, donde no se siente amenazado, donde se sabe amado, donde se ubica…
Muchas veces las personas están en busca de un hogar. Una buena familia lo proporciona a nivel natural, así como también lo hace de cierta manera la patria y la tierra en que se vive. Un hogar más profundo nos brinda la Iglesia. En efecto, en ella estamos en casa en nuestro peregrinar hacia la eternidad.
La fuente de todo hogar verdadero es nuestro Padre mismo, de quien todo procede y “de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra” (Ef 3,15).
Al acoger el amor del Padre y al morar en él, hallamos el hogar que está siempre abierto para nosotros, dondequiera que estemos. Ya no hará falta seguir buscando, la inquietud del alma cesará… Ya no necesita sustitutos, ya no tiene que crearse hogares artificiales, porque ha llegado a casa. Tiene su hogar en el tiempo y, aún más, en la eternidad; siempre y para siempre.
Esto se aplica también a nuestra existencia terrenal, marcada aún por la oscuridad. Incluso en las más densas tinieblas no perdemos la presencia de Dios, pues el Corazón de nuestro Padre está siempre abierto de par en par para nosotros:
“Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro (…)
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día.” (Sal 138,8.12)
¡El Padre nos ofrece este hogar! Y al establecernos en él, experimentamos que desde siempre ha pensado en nosotros, desde siempre nos ha envuelto con su amor. Ahora, lo que nos corresponde hacer es conocerlo más profundamente, vivir en su presencia y entregarle nuestro corazón. Nuestro Padre lo recibirá con alegría y nos llevará de su mano para cumplir el plan que Él proyectó realizar con nosotros. Así, vivimos para su alegría, ¡y esa es nuestra mayor alegría!