Gal 6,14-18
Hermanos: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Porque lo que cuenta no es la circuncisión ni la incircuncisión, sino ser una nueva criatura. Y para todos los que se someten a esta regla, paz y misericordia lo mismo que para el Israel de Dios. Que nadie me cause molestias de ahora en adelante, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Hermanos, que la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén.
San Pablo nos habla hoy de la Cruz del Señor y afirma que no quiere gloriarse si no es en Ella. También habla de la “nueva Creación” que es engendrada en la Cruz…
Y a partir de la Redención que nos trajo la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, cobra su sentido más profundo el texto de la primera lectura de hoy, tomada del Profeta Isaías: “Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos de su alegría los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes.” (Is 66,10-11)
Nuestro Dios reina desde el trono de la Cruz; de la Cruz mana la paz para las naciones, si ellas acogen este don que el Señor les ofrece: “Porque así dice el Señor: ‘Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones’.” (Is 66,12)
La Cruz es el árbol de la vida que el libro del Apocalipsis describe en estos términos: “En medio de la plaza, a una y otra margen del Río, hay un árbol de vida, que da fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles.” (Ap 22,2)
De la Cruz vienen las consolaciones del Espíritu Santo, porque Él nos muestra el perdón de los pecados y la nueva vida que brota para nosotros de este árbol de vida. La gracia que el Señor nos alcanzó en Ella es como un río, un torrente que quiere lavar y arrastrar todo lo impuro, lo malo, lo diabólico… En ese sentido, nos dice más adelante la Revelación de San Juan: “Dichosos los que laven sus vestiduras; así podrán disponer del árbol de la vida y entrar por las puertas en la ciudad. ¡Fuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras y los aficionados a la mentira!” (Ap 22,14-15)
Al meditar la Pasión y Muerte de Cristo, es importante que –sin minimizar la maldad de los hechos como tales– contemplemos profundamente el amor de Dios que se revela en el suceso de la Cruz. Es la gran obra de amor del Padre, que envía a su Hijo para la salvación del mundo, para que el pecado que nos separa de Dios sea vencido por Dios mismo. Es ésta la motivación de Dios, que en la Cruz quiere mostrarnos su infinito amor y llamar a los hombres a su Reino.
Sólo desde esta perspectiva nos es revelado más profundamente el misterio de la Cruz. Fue necesario el camino de la Cruz para liberar al hombre. Así, podemos una y otra vez llevar todos nuestros pecados, limitaciones, debilidades y faltas a los pies de la Cruz, para que sean tocadas por el amor de Cristo, que en ella se nos manifiesta de forma especial.
Si nos convertimos sinceramente, podremos –como el “buen ladrón”– entrar hoy mismo en el Paraíso (cf. Lc 23,43) y gustar del agua de vida: “El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven! Y el que oiga diga: ¡Ven! El que tenga sed, que se acerque; el que quiera, recibirá gratis agua de vida” (Ap 22,17).
En efecto, allí donde el agua de vida mana hacia nosotros, allí donde la gracia de Dios nos purifica en la sangre de su Hijo y nos da nueva vida, allí inicia ya el Paraíso, porque volvemos a la plena comunión con Dios que perdimos al caer en el pecado y ser expulsados del Paraíso.
Resurge entonces una profunda confianza en nuestro Dios, que crece tanto más cuanto más experimentemos e interioricemos Su amor. ¿Cómo podría el mismo Señor, que dio su vida por nosotros, rechazarnos una vez que hemos acogido su amor e intentamos permanecer en su gracia?
Entonces, nuestro corazón no puede más que regocijarse por las obras de amor de Dios y recuperar su verdadera fuerza vital. Así es como llega a cumplimiento la profecía de Isaías de la lectura de hoy: “Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado” (Is 66,14).
Que el Señor conceda nueva vitalidad a nuestra santa Iglesia; que todas las ilusiones y obras meramente humanas en Ella se desvanezcan; que el influjo de la oscuridad sea rechazado, de modo que la Iglesia, en la fuerza del Espíritu Santo, pueda anunciar al mundo su maravilloso testimonio, sin respetos humanos y sin recortes…