Mt 19,3-12
Se le acercaron a Jesús unos fariseos que, para ponerle a prueba, le preguntaron: “¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?” Él respondió: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y mujer, y que dijo: ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne’? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.”
Le preguntaron: “¿Por qué entonces prescribió Moisés dar acta de divorcio y repudiarla?” Les respondió: “Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón. Pero al principio no fue así. Pues bien, os digo que quien repudie a su mujer –a no ser por fornicación- y se case con otra comete adulterio.” Le dijeron sus discípulos: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse.” Pero él respondió: “No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda.”
Debido a la importancia del tema de este evangelio, tengo previsto dedicarle dos meditaciones diarias, antes de que, si Dios nos da la gracia, pongamos nuestra mirada en la Virgen María en tres meditaciones consecuentes, a partir del 15 de agosto. Así como hicimos en la serie de meditaciones sobre el Espíritu Santo y en la novena a Dios Padre, tenemos planeado subir a YouTube también estas tres meditaciones sobre la Virgen, que fue colmada de tantas gracias por Dios.
El tema del evangelio de hoy sigue siendo muy actual en nuestro tiempo, y nos introduce en el debate de cómo debería atender la Iglesia a las personas que viven en una segunda unión, a pesar de que su matrimonio sacramental sigue vigente.
La primera y principal orientación para hallar el camino correcto es siempre la Palabra de Jesús mismo. Lo que hemos escuchado en el evangelio de hoy no deja lugar a dudas de que, a partir de la Venida del Señor al mundo, ha de ser restaurado el plan originario de Dios en lo referente a la relación entre el hombre y la mujer. Aunque Dios había permitido “provisionalmente” el divorcio, a causa de la dureza de corazón de los hombres, no era ésa su Voluntad originariamente. La Iglesia ha acogido esta Palabra del Señor como una instrucción vinculante.
¡La argumentación de Jesús es clarísima! Conforme a la Voluntad creadora de Dios, el hombre y la mujer se complementan y al unirse se convierten en “una sola carne”.
Y si un hombre y una mujer han llegado a ser “uno”, es imposible que al mismo tiempo se conviertan en “una sola carne” con otra persona, mientras siguen estando vinculados por un matrimonio válido. Ciertamente se puede tener “un mismo sentir” con muchas personas al mismo tiempo, pero nunca ser “una sola carne”.
De ahí resulta la singularidad del matrimonio, que es inconfundible, puesto que representa una unión de cuerpo y alma, a partir de la cual puede surgir nueva vida.
A partir de esta consideración, también se entiende por qué una relación homosexual nunca puede ser un matrimonio, aunque haya quienes quieran verlo así hoy en día. Pero ya a partir de esta premisa básica se puede ver que son erróneos los esfuerzos en ese sentido, aparte de que una unión homosexual no puede dar lugar a nueva vida.
El gran bien del matrimonio –que para nosotros, los católicos, es indisoluble– debe ser defendido, pues constituye el núcleo natural de la familia humana y es testimonio del amor de Dios.
Sabemos que especialmente en el tiempo actual el matrimonio y la familia están expuestos a muchos ataques, y que, a pesar de contar con la gracia sacramental del matrimonio, puede haber grandes dificultades en la convivencia.
Por eso una y otra vez ha de buscarse la forma de superar tales dificultades. En caso de que, a pesar de todos los esfuerzos, se llegue al punto de que la convivencia resulte subjetivamente insoportable para el cónyuge, una separación (temporal) de mesa y lecho podría ser una posibilidad para mitigar la constante tensión. Quizá esta distancia permita reflexionar en presencia de Dios sobre la causa de los constantes roces, y proponerse hacer aquello que le corresponde a uno mismo para hacer las paces. En un caso tal, un cuidadoso acompañamiento pastoral puede hacer mucho bien, ayudando quizá a iniciar un proceso de sanación o dando pautas para superar las dificultades.
Pero hay que estar muy atentos a no caer en la tentación, pues el vínculo matrimonial sigue vigente en esta separación, y un problema sin resolver no le da a uno el derecho a entablar una nueva relación íntima, que podría ofrecérsele como un consuelo.
Continuaremos con el tema en la meditación de mañana…