EL VESTIDO DE BODAS 

“Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).

El amor formativo de Dios sobre el que reflexionábamos ayer nos conduce por el camino de santificación, para que se haga realidad esta exhortación de Jesús: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.”

Estas palabras no son para abatirnos y desanimarnos, aunque ciertamente en su luz tan sublime vemos cuán indignos somos. Recordemos la exclamación que proferimos en cada Santa Misa antes de recibir la comunión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.”

Cuando nuestro Padre nos hace ver cuán lejos estamos aún de la perfección, esto es un gran regalo de su parte, que puede convertirse en un hito para profundizar nuestra conversión. En efecto, no hay mayor obstáculo en el camino de la perfección que el de creer que ya poseemos todas aquellas virtudes que quisiéramos tener.

Es el Señor quien obra nuestra santificación, pero lo hace con nuestra gustosa cooperación. Si permitimos que el amor de Dios entre en nuestro corazón, éste comenzará a ejercer su reinado de amor, suave, pero a la vez decidido. Podemos compararlo con la suavidad de María, a quien no podemos ni queremos negarle nada. Es aquella luz del Espíritu Santo que atraviesa todas las tinieblas, para que nuestra alma no quiera nunca más ensuciar el vestido de bodas que fue blanqueado por la Sangre del Cordero. Cada mancha en el vestido, por mínima que sea, debe ser lavada de nuevo por la Sangre de nuestro Redentor.

Así, van desapareciendo poco a poco las sombras de nuestra alma y la perfección de Dios se refleja en ella. Entonces reconocemos cada vez más a nuestro Padre, tanto en su inmanencia como en su trascendencia. Empezamos a adoptar su forma de pensar y su percepción de la realidad. Su amor nos hace capaces de amar. Su misericordia disuelve las durezas en nuestro corazón. ¡Es la victoria del amor en nosotros!