«¡Si tan solo mi pueblo se convirtiera, si tan solo me buscara de todo corazón y se volviera a mí, cómo les recibiría y colmaría de bendiciones!» (Palabra interior).
Es una lamentación y un clamor del corazón de nuestro Padre, que anhela a sus hijos para poder derramar sobre ellos todo su amor. ¿Por qué Dios no puede simplemente estar contento con nosotros, satisfecho con que sus hijos e hijas le sirvan con alegría? Ciertamente, el problema no puede estar de su parte.
Somos nosotros, los seres humanos, quienes seguimos siendo necios y buscamos nuestra dicha por caminos equivocados. A menudo ni siquiera comprendemos en qué consiste la verdadera felicidad, aunque en el fondo la anhelamos. No conocemos lo suficiente a nuestro Padre Celestial y, por tanto, no somos capaces de percibir el amor que quiere compartirnos. Cuando apegamos nuestro corazón a las criaturas, a cosas que no nos llevan directamente a Dios, éstas se convierten en un falso tesoro que nos ata a una felicidad pasajera. Entonces, a nuestro Padre le resulta muy difícil llegar a nuestro corazón. Esto es lo que nos muestra una y otra vez la historia del pueblo de Israel.
¿Qué puede hacer nuestro Padre en tales circunstancias? Él no nos obliga a amarle, porque el amor necesita libertad. ¿Qué hace entonces?
Nos busca y nos espera; nos da muestras de su cercanía. Nos habla y nos da pruebas de su amor. Recurre a todos los medios posibles para llegar a nosotros y llamarnos a dejar atrás los caminos equivocados.
La frase de hoy nos muestra lo que sucede en el corazón del Padre y nos da la certeza de que Él no desistirá en su anhelo de que nuestros corazones se vuelvan a Él, al verdadero tesoro que no puede ser destruido. Nos asegura que Dios no cesa de llamarnos al encuentro con Él y que lo tiene todo preparado para recibirnos y colmarnos de bendiciones.
Solo tenemos que acudir y sucederá.
