Lc 14,1.7-11
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo una parábola: “Cuando alguien te invite a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya invitado a otro más distinguido que tú y, viniendo el que os invitó a él y a ti, te diga: ‘Deja el sitio a éste’, y tengas que ir, avergonzado, a sentarte en el último puesto.
“Al contrario, cuando te inviten, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te invitó, te diga: ‘Amigo, siéntate en un lugar más digno’. Y esto será un honor para ti delante de todos los que están contigo a la mesa. Porque todo el que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado.”
¡Cuán importante es esta escuela de humildad en la que nos introduce el Señor! Tengamos siempre presente que el primer y mayor obstáculo en el camino de seguimiento de Cristo no es la debilidad de nuestra carne; sino la soberbia. Ya en la tentación en el Paraíso, el Seductor despertó en el hombre el deseo de querer ser como Dios (cf. Gen 3,5). Sabemos que fue la soberbia la que hizo caer a Satanás, y ésta misma es nuestra constante tentación. La soberbia es capaz de cerrar el corazón; mientras que las caídas que experimentamos en la esfera sensual, si bien nos agobian, no necesariamente cierran el corazón e incluso pueden mostrarnos cuán necesitados estamos de la misericordia de Dios.
Por eso es tan importante que acojamos esta lección tan clara y concreta que el Señor nos da en este campo. Debemos aprender a no buscar el honor de los hombres, a no anhelar interiormente sus alabanzas y a no hacernos dependientes de ellos ni de la atención que nos den. Nuestro valor no consiste en ser reconocidos por los demás; sino en ser hijos amados de Dios y colaboradores en Su Reino. Este valor permanece en pie aun cuando ya no podemos “rendir” nada, cuando nos encontramos debilitados y envejecidos… ¡Cuán fuerte es para nosotros la tentación de derivar nuestro valor del reconocimiento que gozamos entre las personas!
En la parábola de hoy, el Señor nos enseña a no ensalzarnos a nosotros mismos, a no ponernos en el centro, a no llamar la atención; sino más bien permanecer conscientemente en lo escondido.
Esto no quiere decir, de ningún modo, que debamos descuidar la misión que nos ha sido confiada, en caso de que ésta nos lleve a estar en la vista de los demás y atraiga su atención. Se trata más bien de una actitud interior, que hemos de aprender y en la que debemos examinarnos atentamente.
¿Acaso a veces decimos cosas para llamar la atención? ¿Le damos a la otra persona el espacio que le corresponde o centramos rápidamente la conversación en nosotros mismos? ¿Estamos demasiado enfocados en nuestra propia persona, y olvidamos fácilmente que todos los bienes y dones nos vienen de Dios (St 1,17)?
El banquete que nos presenta el Señor en el evangelio de hoy nos enseña también a cultivar la relación con Dios en la forma apropiada. ¡Debemos considerarlo a Él como el anfitrión, que nos invita a Su banquete! ¿Nos sentamos nosotros en el último puesto, agradecidos por el simple hecho de poder participar en Su mesa, conscientes de que no lo merecemos? En la Santa Misa pronunciamos diariamente estas palabras: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”, y así recordamos que es Su gracia la que nos llama y nos invita a Su mesa.
Más vale ocupar el último puesto en el Reino de Dios que el primer puesto en el reino de este mundo. Con esta consideración, podremos resistir mejor a la tentación de la soberbia. Y si estamos invitados a un banquete terrenal, esta lección de Jesús nos ayuda a que también aquí esperemos el sitio que nos dé el anfitrión, mientras que, por nuestra parte, tomamos el último. Esto es trabajar concreta y activamente en la humildad, aunque en este caso debemos cuidarnos de no estar interiormente a la expectativa del mejor sitio que nos puedan dar y de no decepcionarnos en caso de no recibirlo.
Difícilmente podremos crecer en humildad si no somos capaces de soportar humillaciones. Tal vez de hecho seamos ignorados, o nuestro valor no sea reconocido, o quizá incluso seamos tratados injustamente. Ante tales situaciones, suele surgir una rebelión en nuestro interior. ¡Aceptémoslas como una escuela de humildad! No siempre hace falta aclararlo todo o justificarnos inmediatamente, para mantener en pie nuestro orgullo. No siempre debemos defendernos al instante; sino que hemos de ponderar si realmente es necesario y conveniente aclarar la situación, o si, por el contrario, se nos pide hacer un acto de humildad.
Seamos sinceros: por más hermosa que sea la virtud de la humildad, no es fácil alcanzarla. Nuestro honor es muy susceptible de ser herido y fácilmente derivamos nuestro valor del prestigio y reconocimiento que recibamos…
Nos queda un largo camino por recorrer, pero si seguimos al Señor, si cobramos cada vez más consciencia de que todo procede de Él y le agradecemos, si reconocemos la “ridiculez” del orgullo e incluso aprendemos a reírnos de nosotros mismos cuando caemos en él, entonces podremos ir creciendo poco a poco en la humildad, aun sin que lo notemos. Además, siempre podemos pedir humildad, y ciertamente el Señor no desoirá una petición sincera como ésta.
¡Pero, eso sí, hemos de poner cuidado en no desaprovechar las ocasiones que se nos presenten para practicar la humildad!
NOTA: Para profundizar en el tema de la humildad, se recomienda ver la siguiente conferencia del Hno. Elías: