“Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos” (Sal 138,23).
¡Qué bendición poder decirle estas palabras a nuestro Padre con plena confianza! Ya no hay que esconderse ni evadir mirar de cerca en qué estado se encuentra nuestro corazón. Antes bien, entramos en una relación madura con nuestro Padre.
Ésta es ciertamente la apertura que Él quiere encontrar en nosotros para que adquiramos un corazón puro y el Espíritu de Dios pueda obrar profundamente en nosotros.
En efecto, ¿qué tenemos que temer? ¿Acaso hay algo que Dios no sepa aún? ¿Qué debemos ocultar ante Aquel que todo lo ve? ¿Tenemos miedo de nuestras propias profundidades y de lo que aún podría estar oculto allí?
Si este es el caso, es más importante aún que pronunciemos junto al salmista esta oración. Al fin y al cabo, es para nuestro bien, pues sabemos que nada impuro puede entrar en el Reino de Dios (cf. Ap 21,27). Por tanto, nada debe quedar en nuestra alma que no pueda resistir ante la luz de Dios.
Nuestro Padre, en su amor, nos hace la gran oferta de purificarnos ya en esta vida de muchas cosas que representan un obstáculo para un encuentro más profundo con Él y que, en consecuencia, pueden impedir nuestra fecundidad para el Reino de Dios. Si no somos capaces de confiarnos a Dios de esta manera, sería como permanecer voluntariamente atados a una cadena que nos impide avanzar.
Debemos estar conscientes de que no nos enfrentamos a un dictador del que tengamos que temer todo tipo de represiones. Tampoco se trata de un ser humano que no sería capaz de conocer lo más profundo de nuestro corazón. ¡No, nos dirigimos a nuestro amoroso Padre! Como dicen las Sagradas Escrituras:
“No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado. Por lo tanto, acerquémonos confiadamente al trono de la gracia” (Hb 4,15-16a).