“Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, igual que yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono” (Ap 3,21).
¿Qué quiere decir nuestro Señor con esta exhortación a ser vencedores? ¿A qué victoria se refiere?
Hay muchas victorias que podemos lograr en el Señor. Conocemos a los tres enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne. Todos ellos pueden ser derrotados en la gracia de Dios.
La victoria más grande e importante es ciertamente la fe, el aferrarse a la verdad que nos fue confiada, la fidelidad a Jesús aun en las situaciones más difíciles.
Así nos dice el Apóstol San Juan: “Todo lo que nace de Dios vence al mundo. Y la fuerza que vence al mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1Jn 5,4-5).
De la fe se desprenden las obras que agradan a Dios.
Las cartas a las siete iglesias en el Libro del Apocalipsis siempre concluyen con promesas para los vencedores. Así, también aquí el Señor nos muestra el premio de la victoria: Podremos sentarnos con Él en su trono, así como Él se sentó con el Padre en su trono. Efectivamente, en la vida eterna tendremos parte en el reinado de Cristo y viviremos en inmediata cercanía a la gloria de nuestro Padre.
Si nos fijamos en el dominio de amor que Cristo ejerce sobre nosotros, en el reinado de María sobre los corazones de los hombres o en el mensaje de la infinita misericordia de nuestro Padre, podemos hacernos una pequeña idea de cómo es este reinado.
Sentarse en el trono de Jesús significa asumir el lugar que nos ha sido designado para participar en este reinado de amor, glorificando a nuestro Padre y realizando con gran alegría todas las tareas que Jesús nos encomiende. Si nos fijamos bien, esta participación inicia ya aquí en la tierra, cuando emprendemos seriamente el seguimiento de Cristo.