«Para el justo no hay muerte, sino tránsito» (San Atanasio).
¡Qué hermoso sería si día a día comprendiéramos mejor esta realidad! En efecto, es así: si hemos centrado nuestra vida en nuestro Padre Celestial y le servimos con sinceridad, la muerte será el retorno a la casa de nuestro Padre, que nos espera. Y cada día que transcurre en nuestra vida terrenal nos acerca más a la eternidad.
“¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1Cor 15,55)–exclamamos en Pascua al celebrar la victoria de nuestro Señor. San Atanasio, que prestó tan gran servicio a la Iglesia y desempeñó un papel decisivo para superar la herejía del arrianismo, nos deleita con otra frase que proclama la victoria de Jesús: «Cristo Resucitado convierte la vida de los hombres en una celebración ininterrumpida de la fe».
Por tanto, según las palabras del santo, nuestra muerte es un tránsito, un retorno a casa, hacia la cual debe orientarse toda nuestra vida. Esta certeza de ningún modo nos vuelve indiferentes frente a la vida terrenal, sino muy vigilantes, pues hemos de cumplir la tarea que se nos ha asignado. ¿Cómo podríamos cumplirla mejor que con la mirada puesta en el Padre, que nos otorga todas las gracias necesarias para ello? Escuchemos lo que dice san Pablo: “Me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús”(Fil 3,13c-14).
Cuanto más corramos hacia la meta, cuanto más enfocada esté nuestra vida en la eternidad y quede impregnada por Dios, más perderemos el miedo a nuestro último enemigo: la muerte. Incluso podremos alegrarnos ante la perspectiva de la muerte, que se nos convierte en un tránsito, sin por ello perder la vigilancia para cumplir nuestra misión en la tierra.