Rom 3,21-30a
Ahora, independientemente de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios de la que hablaron la ley y los profetas. Se trata de la justicia que Dios, mediante la fe en Jesucristo, otorgó a todos los que creen –pues no hay diferencia; todos pecaron y están privados de la gloria–. Éstos son justificados por Él gratuitamente, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús.
A él lo ha puesto Dios como propiciatorio en su sangre –mediante la fe– para mostrar su justicia tolerando los pecados precedentes, en el tiempo de la paciencia de Dios, con el fin de mostrar su justicia en el tiempo presente, y así ser Él justo y justificar al que vive de la fe en Jesús. Entonces, ¿en qué se fundamenta la jactancia? Ha quedado excluida. ¿Y por qué ley?, ¿la de las obras? No: por la ley de la fe. Afirmamos, por tanto, que el hombre es justificado por la fe con independencia de las obras de la Ley. ¿Acaso Dios lo es sólo de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también de los gentiles, porque no hay más que un Dios.
Después de haber escuchado en las lecturas de los dos últimos días palabras fuertes del Apóstol Pablo sobre la gravedad del pecado y la responsabilidad de todos los hombres ante Dios, esta vez nos habla del consuelo que nos da la fe en Cristo. En Su gracia, Dios se dirige a todos los hombres para hacerles partícipes de la Redención por medio de Su Hijo. No son nuestros propios esfuerzos los que pueden alcanzarnos la salvación; sino el actuar de Dios, que se manifiesta a los hombres. Cada persona puede acudir a Él y, a través de la fe, recibir todo aquello que el Señor quiere conceder a los hombres.
Por tanto, nadie puede jactarse de haber merecido la salvación. Siempre será un don inmerecido y gratuito, si bien a nosotros nos corresponde cooperar con la gracia y así reunir méritos.
Es enormemente sabio de parte de Dios actuar así con nosotros, los hombres. ¡Con qué precisión conoce Dios las profundidades de nuestro corazón y sabe leer lo que hay en ellas! Allí descubrirá una y otra vez la tentación de creernos grandes, abusando de los maravillosos dones que hemos recibido para acrecentar nuestro propio honor. Por ello, el Señor siempre nos da a entender que nosotros somos únicamente los receptores de sus beneficios, y que deberíamos alabarlo a Él por Su bondad, en lugar de centrarnos en nosotros mismos.
¿Podría haber un regalo mayor de parte de Dios que el ofrecernos la salvación? ¡Cuán dispuesto está Él a perdonar incluso los peores pecados que el hombre comete, si tan solo él está dispuesto a convertirse!
En la lectura de hoy, San Pablo introduce un bello término: “El tiempo de la paciencia de Dios”. Detengámonos un poco aquí… De acuerdo al contexto en que lo menciona, San Pablo se refiere a que Dios se apiada de los hombres que vivían en la ignorancia y se habían apartado de Dios, habiéndose ofuscado su razonamiento y entenebrecido su corazón. ¡No quiere tomarles en cuenta sus pecados!
Aquí nos encontramos con una actitud constante del Señor, que de ningún modo significa que se trivialice el pecado. Es simplemente el incomprensible amor de Dios por aquellas creaturas a las que ha destinado a ser Sus hijos, el que le mueve a prolongar cada vez más el “tiempo de Su paciencia”. ¡Hasta el día de hoy!
Si viéramos la situación desde la perspectiva de la pura justicia y midiéramos sólo hasta cierto punto la destrucción que acarrean los pecados de la humanidad, sería más que comprensible que Dios la castigara. De algún modo, estos pecados incluso exigen a gritos justicia.
Si Dios, en Su Sabiduría, permite que los hombres se vean confrontados a la oscuridad de Su actuar y sientan “en carne propia” las consecuencias de sus malas acciones, lo hace con el fin de guiarlos de vuelta a la luz. La intención más profunda de Dios es siempre salvar a la persona, y así extiende el “tiempo de Su paciencia” hasta la hora de su muerte, de modo que ella aún puede recibir el perdón en su último suspiro. ¡Esto nos da verdadera confianza y esperanza!
El Señor no quiere simplemente abandonar a los hombres a la auto-destrucción; sino que intenta todo para salvarlos. Y aquí nuevamente vemos que “nadie puede gloriarse ante Dios” (1Cor 1,29). La salvación y redención de la humanidad se la debemos solamente a Dios, y nunca a nuestros propios esfuerzos. Quien interiorice esta verdad, nunca se cansará de alabar la paciencia y la longanimidad de nuestro Dios, y aprovechará el “tiempo de Su paciencia” para buscar junto a Él a aquellos que aún no conocen la gracia y el amor del Señor. Sin embargo, vale aclarar que no debemos interpretar el “tiempo de la paciencia de Dios” como si éste nunca llegaría a su fin, ni podemos dejarnos paralizar en hacer todo lo que esté en nuestras manos para acoger y anunciar la salvación.