“Nuestro buen Dios tiene el ardiente deseo de concedernos el gran tesoro de su amor, pero quiere que se lo pidamos suplicantes y que actuemos de tal manera que cada obra que realicemos sea una súplica que implore ese amor” (Santa Teresa Margarita Redi)
Debemos suplicar fervorosa e insistentemente al Padre para que pueda cumplirse su deseo de concedernos el gran tesoro de su amor, como sugiere la frase de la santa que acabamos de escuchar.
Recordemos a la viuda insistente, que quería que se le hiciera justicia y fue tan perseverante que el injusto juez terminó cediendo (Lc 18,1-8). ¡Cuánto más escuchará el Padre la súplica de sus hijos de crecer en el amor, que no puede sino agradarle! Tal petición sólo puede ser inspirada por el Espíritu Santo y el Señor se apresurará a cumplirla.
Es muy bella la invitación contenida en la frase de esta santa, de que cada obra que realicemos se convierta en una súplica del amor. De esta manera, todo invoca este amor: cada pequeño gesto o servicio que brindamos se convierte así en una poderosa oración.
Si, bajo el influjo del Espíritu Santo, aprendemos a refrenar o incluso superar nuestros pensamientos oscuros y a limitar o dejar de lado las cosas inútiles o superfluas, toda nuestra existencia se convertirá en un clamor que implore el gran tesoro del amor, que es Dios mismo.
Si además practicamos las obras de misericordia y estamos atentos a la guía del Espíritu Santo, entonces no es sólo el Padre quien tiene el ardiente deseo de colmarnos con el tesoro de su amor, sino que nosotros mismos ya habremos sido heridos e inflamados por este amor.
Esta herida del amor sólo puede ser sanada por un amor más grande aún, y esto será lo que busquemos día y noche. Así, la llama del corazón ardiente se une al fuego de Dios; aquel fuego que nos ha encendido y ha despertado nuestro corazón a su gran amor.