El Señor nos dice: “Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban” (Mt 6,20). ¡Sabemos lo que nos quiere decir! En efecto, todo lo que hacemos movidos por el verdadero amor se convierte en el oro más precioso en la tesorería celestial.
Pero también nuestro Padre tiene un tesoro: son los corazones de los hombres que le pertenecen.
“Tu corazón me pertenece, y ése es mi mayor tesoro en la Tierra.” (Palabra interior)
Pensemos, por ejemplo, en la Virgen María, que siguió dócilmente sus caminos y que ahora es llamada dichosa por todas las generaciones (Lc 1,48) y venerada como Madre de la Iglesia.
Fue el Padre quien depositó en la Virgen todo aquello que la hace florecer en su esplendor. Este tesoro de Dios en ella fue fielmente custodiado, de modo que el Padre le confió lo más grande: su propio Hijo. Conocemos la fidelidad y el amor de María. Todo su corazón le pertenece a Dios. Así, su corazón es el glorioso tesoro para nuestro Padre, pues ella conservó en su corazón todas las cosas (cf. Lc 2,19). ¡Es un tesoro que refleja eminentemente la bondad de Dios!
Pero también en nosotros el Padre quiere hallar este tesoro. ¿No lo ha depositado Él mismo en nosotros? ¿No nos dio la vida, un alma inmortal, bienes y talentos? ¿No nos ha mostrado su propio Corazón y lo mantiene siempre abierto, para que podamos entrar en él y beber de esta fuente?
¡Qué alegría es para Dios encontrar un corazón que le pertenece, un corazón que le ama con afecto filial y gran confianza! A un corazón tal Él puede comunicarle sus preocupaciones y deseos, y hacerlo cada vez más dócil a su amor. Se convierte así en su joya, si tan sólo permanece fiel a Él.
“Donde está tu tesoro allí estará tu corazón” –nos enseña Jesús (Mt 6,21). También podemos aplicar esta afirmación a nuestro Padre: Donde el hombre le ha entregado su corazón, allí Dios ha encontrado su tesoro en la tierra.