«Hay que temer a Dios para no temer a los hombres» (San Juan Crisóstomo).
El temor de Dios —que es el principio de la sabiduría (Prov 1,7)— nos lleva a evitar cuidadosamente todo aquello que pudiera ofender a nuestro amado Padre, movidos por el amor a Él.
Es el comienzo de un gran amor que se va despertando y del despliegue de los dones del Espíritu Santo en nosotros. El temor de Dios nos lleva a enfocarnos cada vez más en nuestro Padre celestial, cuya bondad hemos reconocido y a quien queremos servir con todas nuestras fuerzas. De ahí se deriva una gran libertad, puesto que ya no centramos nuestra mirada en primer lugar en las personas con la intención de agradarles. Antes bien, la relación con los demás adquiere el lugar que le corresponde en este orden.
Por supuesto, esto no significa que vayamos a tratar a las personas de manera arbitraria y a descuidar nuestros deberes y la caridad con ellas. Eso no agradaría en absoluto a nuestro Padre. Sin embargo, puede suceder que las personas nos exijan o esperen cosas de nosotros que posiblemente no se ajusten a la Voluntad de Dios. Si nos dejamos llevar por los respetos humanos, por el temor al qué dirán, corremos el peligro de cumplir todos los deseos de los demás, aunque sean falsos, con tal de evitar conflictos con ellos. Pero tal actitud conduce al cautiverio. El temor de Dios, en cambio, examina los deseos ajenos y se pregunta: «¿Es correcto a los ojos de nuestro Padre hacer esto o aquello solo porque la otra persona lo quiere o lo espera de mí?».
Esto no solo se aplica al ámbito personal, sino también al eclesial y al político.
Con este trasfondo, podemos comprender mejor la frase de San Juan Crisóstomo: el temor de Dios nos preserva de dejarnos esclavizar por los respetos humanos. ¡Cuán importante es esto para el testimonio cristiano en los tiempos actuales! ¡Cuánto le agradará a nuestro Padre que, por amor a Él, nos mantengamos firmes en la verdad y no nos dejemos confundir!