«Ven, elegida mía, y pondré mi trono en tu corazón» (Antífona del común de vírgenes).
Una y otra vez, el amor es el gran tema. No es de sorprenderse, ya que fue por amor que nuestro Padre lo creó, lo redimió y lo santifica todo. El amor es lo más grande, que otorga un sentido profundo a todo cuanto existe. Sin amor, todo sería «como bronce que resuena» (1 Co 13, 1). Por tanto, si nuestro Padre celestial nos llamó a la existencia movido por el amor, entonces este amor es lo más importante en nuestra vida. Si por un amor humano estamos dispuestos a organizar todo en función de él y a comprometernos de por vida, cuánto más hemos de estarlo cuando descubrimos el amor divino. Por su causa, podemos dejarlo todo atrás para entregarnos a él sin reservas.
Sin embargo, aún no hemos llegado al punto que toca la frase de hoy. Porque mucho mayor que nuestro amor por Dios es su amor por nosotros, los hombres. Este amor resplandece eminentemente en Santa María Magdalena, a la que con justa razón consideramos como el prototipo de un alma amante y en cuya festividad la Iglesia la honra con la antífona que hemos escuchado hoy.
Pero es incomparablemente mayor el anhelo de Dios por nuestra alma, a la que quiere adornar con belleza regia para morar eternamente en ella. Así, nuestro Padre se establece en un alma que le ha abierto las puertas. Puede que sea un alma muy pobre y manchada, que acaba de ser liberada de las cadenas de los peores pecados en virtud de la sangre de Cristo. Pero, en su amor, nuestro Padre ya no se fija en el pecado que su Hijo expió con su vida. Antes bien, se alegra de que, por fin, puede entrar en aquella alma. ¡Cuánto la había esperado y cuántas veces había llamado a su puerta! Ahora se convierte en su elegida y establece en ella su trono. ¡Así es nuestro Padre!