“Si digo: ‘que al menos la tiniebla me encubra, que la luz se haga noche en torno a mí, ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (Sal 138,8).
No hay nada que no pueda ser iluminado por la luz de Dios.
El silencioso sábado que precede a la Pascua está marcado por el descenso del Crucificado al reino de la muerte, para llevar la Redención a aquellos que aún no viven a plenitud en la luz de Dios; aquellos que aún tuvieron que esperar hasta que el Redentor viniese a ellos.
Nadie está excluido de la gracia de la Redención que nuestro Padre Celestial ofrece a todos los hombres en su Hijo. Ni las personas que vivieron antes de la venida de Jesús al mundo, ni las que nacieron después. Sólo se autoexcluyen aquellos que rechazan con plena conciencia la Redención que Cristo nos obtuvo. Pero ni siquiera entonces deja de brillar la luz de Dios, que en este caso dará testimonio de su justicia. ¡Y también ésta es una luz resplandeciente!
Podemos interpretar el misterio del “silencioso sábado” extendiéndolo también al ámbito personal: el Señor desciende al “reino de la muerte” en el interior del hombre; allí donde hay vacío y quiere esparcirse el peligro del sinsentido y del abandono…
Si nuestro Señor exclamó desde la Cruz las palabras del salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, podemos incluir en su sufrimiento aquella dimensión interior del “reino de la muerte”, pidiéndole que descienda también a nuestras últimas profundidades para iluminarlas con su luz.
También este día –como todos los demás– está envuelto en la clemente luz de nuestro Padre, aunque no se ofrezca en él el Santo Sacrificio de la Misa. Si acogemos silenciosamente en nuestro interior la luz del Sábado Santo, dejando que toque nuestras profundidades, nuestra alma se preparará para el júbilo de la Resurrección de Nuestro Señor; aquel júbilo que no cesará jamás.