Lc 11,29-38
Jesús comenzó a decir a la gente reunida junto a él: “Esta generación es una generación malvada; pide un signo pero no se le dará otro signo que el de Jonás. Porque así como Jonás fue signo para la gente de Nínive, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón; y aquí hay algo más que Salomón. La gente de Nínive se levantará en el Juicio con esta generación y la condenarán, porque al menos ellos se convirtieron por la predicación de Jonás; y aquí hay algo más que Jonás.
Si intentaríamos aplicar este pasaje del evangelio a la situación actual de la fe, quizá podríamos decir que también las personas de este tiempo quisieran ver un signo a través del cual pudiesen reconocer qué es la verdad, al menos aquellas que aún buscan la verdad.
¿Qué es lo que el Señor respondería a esta demanda? ¿Será que diría que el signo ya fue dado, pues ese signo fue su venida al mundo y la edificación de su Iglesia? ¿Diría quizá que es ahí donde podemos reconocer la verdad? ¡Es posible que esa sería su respuesta!
Yo personalmente empecé a buscar la verdad a partir de una determinada edad en mi vida. Por gracia de Dios, tuve un encuentro con el Señor, y a partir de ese momento supe que había encontrado a Aquel que puede decir de Sí mismo que es la verdad (cf. Jn 14,6).
Han pasado ya algunas décadas desde entonces… Posterior a este encuentro, le pregunté a mi Señor dónde está su verdadera Iglesia. Él respondió a mi pregunta, y me condujo a la Iglesia Católica.
La verdad no es simplemente una impresión subjetiva; sino que es el conocimiento pleno de la realidad que Dios ha concedido, sobre todo en la dimensión sobrenatural. Si bien es cierto que el reconocer la verdad fue una gracia que Dios me regaló, por la cual nunca podré jamás agradecerle lo suficiente, también es cierto que esta verdad existe y está a disposición para cada persona en particular.
Entonces, hay un claro signo que Dios ha erigido, y no hace falta seguir pidiendo señales… ¡Cuánta responsabilidad tenemos los católicos por el hecho de conocer al Señor y estar en su Iglesia! Por eso, resulta tanto más doloroso el ver cómo el esplendor de la verdad que emana de la Iglesia está siendo progresivamente opacado. Quizá a algunos católicos les resulte difícil comprender cuán profundo puede ser este dolor, ni están conscientes del gran perjuicio que provoca este oscurecimiento de la verdad.
Quisiera, a continuación, citar un pasaje de un libro de Dietrich von Hildebrand, que describe con mucho tino algo de lo que está sucediendo en la Iglesia. La cita está tomada del capítulo “Falso irenismo”, del libro “El caballo de Troya en la ciudad de Dios”. Pido un poco de paciencia en lo que respecta al lenguaje intelectual que utiliza el autor. Pero es que sus pensamientos son tan valiosos que quisiera transmitirlos tal como él los formuló:
“Tomemos, por ejemplo, el así llamado ‘falso irenismo’, que se difunde entre no pocos católicos. Bajo este concepto se entiende un erróneo amor a los enemigos, una falsa comprensión de unidad, que pone en segundo plano la cuestión de la verdad, en pro de la paz o de una supuesta unidad. Este falso irenismo no se limita a aquellos que no pueden o no quieren ver el peligro que amenaza a la Iglesia en la secularización y la apostasía, que se difunden en las filas de los católicos progresistas. Incluso muchas de las personas que identifican el peligro en la Iglesia, creen que, de alguna manera, sería falta de caridad desenmascarar los peligros.
Tomemos como modelo a San Agustín, cuya lucha contra el pelagianismo estuvo siempre impregnada por el amor a los herejes. (…) ¡El verdadero amor requiere absolutamente del “matar el error”! El falso irenismo está motivado por un amor mal entendido, al servicio de una unidad insignificante. Coloca la unidad por encima de la verdad. Después de haber disuelto el vínculo esencial entre el amor y la defensa de la verdad, el irenista está más preocupado en alcanzar la unidad entre todos los hombres, que en conducirlos a Cristo y a su verdad eterna. Él ignora el hecho de que la auténtica unidad sólo puede alcanzarse en la verdad. La oración de Cristo “ut omnes unum sint” (“que todos sean uno”), implica que lleguen a ser uno en Él, y no puede ser aislada de aquel otro pasaje en el evangelio de Juan: ‘En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador (…) Yo soy la puerta de las ovejas (…). Si uno entra por mí, estará a salvo (…) También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor.’ (Jn 10,1-16)”
Estoy citando estos pasajes teniendo presente el hecho de que en nuestra Iglesia ya casi no se corrigen oficialmente los errores. Evidentemente se teme hacerlo, o se tiene una visión falsa sobre el daño que causa el error. Así, el veneno del error ha podido propagarse hasta en los más altos círculos de la Iglesia. ¡Esto es trágico, y debilita las almas de los fieles!
No se puede colocar la unidad por encima de la verdad. No se puede pretender un ecumenismo y, al mismo tiempo, negar las diferencias que aún subsisten. No se puede llevar un diálogo interreligioso y relativizar aun en lo más mínimo la exclusividad de Nuestro Señor.
¡Que nuestra Santa Iglesia sea consolidada en la verdad que le fue confiada, para que emane de ella el esplendor de la verdad! Para que eso suceda, es necesario que el Espíritu Santo obre una auténtica purificación, de manera que las personas puedan identificar el signo en el cual obtendrán la salvación.