“Durante la cena, Jesús se levantó de la mesa, se quitó sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.” (Jn 13,4-5)
¡Cuánto amor se nos manifiesta en este día! ¡Con qué gestos tan extraordinarios nos encontramos! El Señor del cielo y de la tierra lava los pies a sus discípulos, y les ayuda a entender mejor en qué consiste su seguimiento: es el servicio. Dios mismo, en su infinito amor, sirve al hombre, y nos llama a vivir en este mismo servicio.
Entonces, si nos cuestionamos cómo podemos servir a nuestro prójimo, la respuesta es: así como Jesús nos sirve a nosotros. No hay nada que para él sea demasiado bajo o despreciable, como para no tocarlo con Su amor y transformarlo. A sus discípulos los convierte en príncipes en Su Reino; de los pecadores quiere hacer santos.
“Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pues, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros.” (Jn 13,13-14)
Nosotros lavamos los pies de las otras personas cuando las acogemos en nuestro corazón, aun a aquellas que están alejadas. Nosotros servimos a los demás –y en primer lugar a nuestros hermanos—cuando día a día intentamos imitar al Señor en todo y realizar nuestras obras en Él. Nosotros servimos cuando no cerramos los ojos ante la necesidad de otras personas, sea material o espiritual. Nos lavamos los pies unos a otros cuando nos exhortamos y animamos mutuamente a vivir y actuar en el espíritu de Jesús, pues Él nos dio un ejemplo para que hagamos con otros lo que Él hizo con nosotros.
Y como si no nos hubiera dado ya suficientes muestras de su amor, Jesús quiere dejarnos para siempre la actualización de su entrega al Padre y a los hombres.
Así, no solamente lava los pies de sus discípulos; sino que Él mismo se da como alimento. Él es el pan que ha bajado del cielo (cf. Jn 6,51); Él es el fruto del árbol de la vida, que no habíamos podido recibir desde el momento en que perdimos el Paraíso; Él nos ofrece su Carne y su Sangre como alimento, en vísperas de su Crucifixión, para que tengamos vida y la vida de Dios crezca en nosotros. Él no solamente entrega algo de Sí; sino que se nos da por entero.
¡Cuánta gloria recibe el Padre! ¡Qué ayuda tan rebosante de gracia para nosotros, los hombres! ¿Quién podrá comprenderlo?
Día a día se hace presente este misterio en el Santo Sacrificio de la Eucaristía; día a día, hasta la consumación del mundo, se actualiza incruentamente el suceso del Gólgota. Día a día las personas están invitadas a prepararse y purificarse para recibir este santo alimento, para que éste pueda obrar su efecto de gracia. Día a día se puede recibir al Señor, cuando se vive en estado de gracia. Día a día Jesús se nos dona, y el sacerdote, en nombre de Cristo, tiene la dicha de brindarlo a los hombres. Día a día fluyen inconmensurables ríos de gracia, que Dios ha preparado para la humanidad. Día a día sucede en nosotros la obra de la Redención, cuando acogemos y seguimos la invitación del Señor.
¡Nunca podrá enmudecer nuestra alabanza, ni en la tierra ni en el cielo, cuando reconocemos al Señor y a sus obras! ¡Toda la gloria sea dada al Dios Trino!