Yo, Juan, vi al Cordero que estaba de pie sobre el monte Sión. Lo acompañaban ciento cuarenta y cuatro mil, que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre. Oí entonces un ruido que venía del cielo, parecido al estruendo de aguas caudalosas o al fragor de un gran trueno. El sonido que percibía era como de citaristas que tañeran sus instrumentos. Cantan un cántico nuevo delante del trono y delante de los cuatro Vivientes y de los Ancianos.
Y nadie podía aprender el cántico, excepto los ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra. Éstos son los que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes. Son los que siguen al Cordero a dondequiera que vaya, las personas rescatadas como primicias para Dios y para el Cordero, en cuya boca no se encontró mentira. No tienen tacha.
Hoy se nos habla de aquella muchedumbre que ha permanecido fiel al Señor; aquellos que, a través de persecución y tribulaciones, han conservado el Nombre del Señor y de su Padre, que está profundamente inscrito en ellos, de modo que pudieron resistir con el auxilio de Dios. Ellos entonan el cántico de los redimidos, que siguen al Cordero a dondequiera que los conduzca. Toda su vida se ha convertido en una alabanza a Dios y en ellos Él es glorificado; toda su vida es un canto que agrada al Señor…
Ellos “son los que siguen al Cordero adondequiera que vaya”…
Aquí tocamos el tema de la obediencia por amor a Dios. No corresponde al verdadero seguimiento del Señor el realizar los propios deseos e ideas; sino el seguir el llamado que nos ha sido dirigido: “No me habéis elegido vosotros a mí; más bien os he elegido yo a vosotros” -les dice el Señor a sus discípulos (Jn 15,16). Los caminos que hemos de recorrer han sido dispuestos por la bondadosa Providencia de Dios. En cuanto a nosotros, sólo hemos de ocuparnos de que la Voluntad de Dios se despliegue cada vez más, de que el Cordero pueda guiarnos y de que nosotros sepamos identificar Su guía en una actitud de atenta escucha, y seguirla. Para ello es necesario un serio camino espiritual, que nos desprenda de nuestro egocentrismo y nos ate al Cordero de Dios.
El séquito del Cordero “son los que no se mancharon con mujeres, pues son vírgenes”…
Es imposible seguir al Señor y, al mismo tiempo, ceder a nuestras diversas apetencias. Es necesario renunciar a la sensualidad desordenada, cuya máxima expresión es la desorientación sexual; y anhelar con todas las fuerzas la pureza del corazón y del cuerpo. También aquellas personas que en su vida se han descarrilado y han perdido su virginidad física, pueden, a través de un proceso de sincera conversión, volver a ser vírgenes a nivel espiritual, y recuperar una cierta integridad e inocencia, cuando la Sangre del Cordero los purifica profundamente.
La virginidad significa preservar el corazón entero para Aquel que es el Esposo de las almas; no tolerar voluntariamente en nosotros absolutamente nada que pudiese restringir el amor a este Esposo; no incurrir en relaciones ilegítimas con el mundo ni dejarse seducir por su engañoso encanto… En otras palabras, para decirlo en el lenguaje del Apocalipsis, ¡no meterse en ninguna relación con la “ramera de Babilonia” (cf. Ap 17 y 18)!
El séquito del Cordero son también aquellos “en cuya boca no se encontró mentira”…
Para ellos sería extraño fingir con una mentira. Ellos son confesores, y no recurrirán ni a la simulación ni a la mentira para su propio beneficio. Ellos desprecian la mentira y la persiguen hasta su raíz, para desterrarla de todo su ser. Su alma es transparente ante el Señor.
La mentira, por el contrario, bajo la cual se pretende ocultar los propios intereses, infecta todo el Ser de la persona. Esto resulta ajeno para aquellos que siguen al Cordero adondequiera que vaya…
Este séquito son aquellos que “no tienen tacha”…
En la Carta a los Filipenses, San Pablo dice: “Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para que seáis irreprochables y sencillos hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, en medio de la cual brilláis como estrellas en el mundo” (Fil 2,14-15).
Así, se nos traza el camino a seguir para que, habiendo sido redimidos por el Señor, seamos hallados sin tacha. ¡Que el Señor nos conceda pertenecer a esta muchedumbre del Cordero, que Él mismo se reúne de entre todas las naciones y tribus (cf. Ap 5,9-10)!