Jos 3,7-10a.11.13-17
En aquel tiempo, el Señor dijo a Josué: “Hoy mismo voy a empezar a engrandecerte a los ojos de todo Israel, para que sepan que, lo mismo que estuve con Moisés, estoy contigo. Tú darás esta orden a los sacerdotes que llevan el arca de la alianza: ‘En cuanto lleguéis a la orilla del agua del Jordán, os detendréis allí.’”
Josué dijo a los israelitas: “Acercaos y escuchad las palabras del Señor vuestro Dios.” Y añadió: “En esto conoceréis que el Dios vivo está en medio de vosotros y que arrojará ciertamente a vuestra llegada al cananeo: el arca del Señor de toda la tierra va a pasar el Jordán delante de vosotros. En cuanto las plantas de los pies de los sacerdotes que llevan el arca del Señor de toda la tierra pisen las aguas del Jordán, las aguas que vienen de arriba quedarán cortadas y se pararán, formando un solo bloque.” Cuando el pueblo partió de sus tiendas para pasar el Jordán, los sacerdotes llevaban el arca de la alianza a la cabeza del pueblo. Y en cuanto los que llevaban el arca llegaron al Jordán, y los pies de los sacerdotes que llevaban el arca tocaron la orilla de las aguas (el Jordán baja crecido hasta los bordes todo el tiempo de la siega), las aguas que bajaban de arriba se detuvieron y formaron un solo bloque a gran distancia, en Adán, la ciudad que está al lado de Sartán, mientras que las que bajaban hacia el mar de la Arabá, o mar de la Sal, quedaron cortadas por completo, y el pueblo pasó frente a Jericó. Mientras todo Israel pasaba en seco, los sacerdotes que llevaban el arca de la alianza del Señor se estuvieron a pie firme, en seco, en medio del Jordán, hasta que toda la gente acabó de pasar el río.
Ayer habíamos reflexionado sobre la singularidad de la vocación de Moisés, insistiendo en que nadie puede reclamar para sí mismo una gracia especial que Dios le otorga a alguien para una misión específica que le encomienda, ni mucho menos pretender ocupar el sitio de aquella persona llamada por Dios.
Veíamos ayer que María y Aarón recibieron su lección al respecto (cf. Num 12).
También señalamos que no sucedió así con Josué, de quien la lectura de ayer nos dice lo siguiente: “Josué, hijo de Nun, estaba lleno del espíritu de sabiduría, porque Moisés había impuesto sus manos sobre él” (Dt 34,9). Este contexto nos trae a la mente otro pasaje del Antiguo Testamento, cuando Eliseo se convirtió en sucesor de Elías y realizó grandes signos (cf. 2Re 2-13).
Josué, escogido y confirmado por Dios, asumió legítimamente la sucesión de Moisés, y el Señor le prometió que estaría con él así como estuvo con Moisés.
Josué indica a los israelitas el motivo de que se produjera aquel milagro de la expulsión de los cananeos y el paso por el Jordán en seco, diciéndoles: “El arca del Señor de toda la tierra va a pasar el Jordán delante de vosotros.”
Entonces, es el Señor mismo quien despeja el camino para Su Pueblo, así como también es Él la fuente de toda verdadera autoridad y la otorga conforme a Su Voluntad.
En el cruce del Río Jordán, vemos que Dios obra a favor de Su Pueblo un milagro similar al del Mar Rojo cuando partieron de Egipto (cf. Ex 14). Este acontecimiento marca también la relación entre Josué y Moisés, y debía ser para el Pueblo –a menudo vacilante– una señal de que el Señor no los abandonaría después de la muerte del incomparable Moisés, si bien la lectura de ayer decía sobre él: “Nunca más surgió en Israel un profeta igual a Moisés” (Dt 34,10).
¡He aquí una importante lección para nosotros! Dios conduce a los Suyos a lo largo de la historia, y podemos estar agradecidos por las personas que corresponden enteramente, o al menos en gran medida, al encargo de Dios, de modo que Él puede glorificarse en ellos. En la fecundidad que entonces a menudo se produce, puede reconocerse más fuertemente la presencia de Dios, y es una gran ayuda para reconocerlo a Él. Así, Su Voluntad puede cumplirse sin mucha demora.
Sin embargo, uno no debe quedarse en la persona que es instrumento de Dios, por muy santa y radiante que sea. Sólo captaremos toda la realidad cuando trascendamos a Dios mismo. ¡Siempre es Él quien guía! Nunca es la persona realizando por sí misma las obras de Dios.
La incomparable Madre de Dios, a quien con justa razón llaman bienaventurada todas las generaciones, nos da a entender con toda claridad: “El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; Su Nombre es santo.” (Lc 1,49). ¡Prestémosle mucha atención!
El Arca de la Alianza del Señor va por delante del Pueblo, y es Dios mismo quien realiza los milagros. Esta certeza es un consuelo para los fieles en estos tiempos difíciles. Aun si los pastores llamados y designados por Dios no cumplieran su misión o incluso apostataran, el Señor no abandonará a los Suyos. En esas circunstancias, Él enseñará a los fieles a buscar y percibir su inmediata cercanía. A pesar de toda la debilidad humana y la perversidad del mal, Dios guiará la historia.
No obstante, debemos orar constantemente y esperar que Él suscite también pastores humanos, que le obedezcan indivisamente a Él y no se dejen llevar por el mundo y por el espíritu reinante en él.