Ap 1,9-13.17-19
Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la constancia en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra, Dios, y haber dado testimonio de Jesús. Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente que decía: «Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete Iglesias de Asia.»
Me volví a ver quién me hablaba, y, al volverme, vi siete candelabros de oro, y en medio de ellos una figura humana, vestida de larga túnica, con un cinturón de oro a la altura del pecho. Al verlo, caí a sus pies como muerto. Él puso la mano derecha sobre mí y dijo: «No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde.»
Ocho días después del Domingo de Resurrección, la Iglesia Católica celebra el así llamado “Domingo de la Misericordia“. Sí, la misericordia de Dios es una de las caras más hermosas y resplandecientes de Su amor. Sin Su misericordia, no podríamos subsistir… También aquellas personas que viven conscientemente en el seguimiento de Cristo, están necesitadas de la
misericordia de Dios, porque tantas veces nuestra frágil y corrupta
naturaleza humana no logra cumplir aquello que quisiéramos darle al Señor y a nuestro prójimo.
También la Iglesia, en la dolorosa purificación que atraviesa y con los
escándalos que salen a la luz, está sumamente necesitada de la misericordia de Dios, para poder superarla… La misericordia de Dios no significa que aquellos actos que contradicen a Sus mandamientos no sean tan graves, ni tampoco quiere decir que simplemente se pueda tolerar ciertas cosas o cerrar los ojos para no verlas… Pero la misericordia de Dios viene al encuentro de los pecadores, y deja siempre abierta la puerta para la conversión. Dios quiere perdonar; Dios quiere que los hombres retornen a Su camino; Dios ofrece el perdón en Cristo y está dispuesto a perdonar aun los pecados graves, cuando hay arrepentimiento y conversión. La misericordia de Dios le concede a la persona una y otra vez una nueva oportunidad para ordenar su vida y liberarla del dominio del pecado. Allí donde tiempo ha la justicia hubiese podido reclamar su derecho, la misericordia la sobrepasa.
Esto se lo debemos a Dios y a su amor inexplicable; ese amor que habíamos meditado especialmente en las últimas semanas, como preparación para la gran Fiesta de la Resurrección de Cristo.
No es insignificante el hecho de que precisamente el Viernes Santo se
inicie la Novena a la Divina Misericordia, porque justamente ese es el día
en que la misericordia de Dios se nos manifiesta con toda evidencia en su
Hijo; ese es el día en que Cristo pagó el rescate para la liberación de los
pecadores; ese es el día en que el Señor entregó su vida y glorificó así al
Padre.
En la lectura de hoy, tomada del libro del Apocalipsis, vemos al Señor en
su gloria celestial, y no ya como el siervo doliente que ofrece sus
espaldas a los que lo golpean (cf. Is 50,6). La obra de la salvación se ha
consumado, y ahora el Señor reina por los siglos de los siglos. En su mano
tiene las llaves de la muerte y del Hades. A Él le es entregado el juicio,
y Él juzgará con misericordia y justicia.
También a este Señor que resplandece en su gloria y majestad celestial,
podemos acercarnos llenos de confianza. ¡Es el mismo Jesús que murió en la Cruz como manso cordero! “No temas“ -le dice al vidente. Jesús, que nos amó hasta la muerte, se nos adelantó para prepararnos las moradas (cf. Jn 14,2-3).
¡Jesús tiene las llaves de la muerte! Gracias a Él, la muerte no es ya la
última y funesta amenaza que acecha constantemente nuestra existencia. El Señor le arrebata al sufrimiento y a la muerte ese veneno del sin-sentido, y, con Su muerte, nos abre las puertas a la vida eterna, al Reino de los Cielos. Jesús convierte a la muerte en el retorno definitivo a nuestro
hogar, a Su Reino. “Muerte, ¿dónde está tu victoria?“ -exclama San Pablo en vistas de la Resurrección (1Cor 15,55). Más adelante, el Apocalipsis nos
dirá: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor.» (Ap 14,13) y „dichoso y santo el que participa en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre éstos» (Ap 20,6). Así, el hombre de fe puede, día a día, prepararse para su retorno a casa, a la Casa del Padre, e incluso puede despertarse en él un gran anhelo de poder finalmente partir donde el Señor, cuando hayan concluido sus días.
“Infierno, ¿dónde está tu aguijón?“ (1Cor 15,55) ¡También las llaves del
Hades las tiene el Señor en su mano! Ninguna persona que crea en el Hijo de Dios y se abandone en Él será entregada a la condenación eterna con los demonios. ¡El Señor le ha arrebatado su presa a Satanás; el “acusador de nuestros hermanos”, que los acusaba ante Él día y noche, ha sido arrojado (cf. Ap 12,10)!
Jesús ofrece la salvación a todos los hombres: a los que vivieron antes,
durante y después de de Su venida al mundo… Después de haber muerto, el Señor descendió al Reino de la Muerte, para ofrecerles a todos la salvación en Sí mismo. Así, a cada persona se le brinda la gracia de la Redención en Cristo, sea mientras viva o después de morir, en caso de no haber tenido en su vida la oportunidad de encontrarse con el Señor. Sólo la persona misma puede cerrarse a este ofrecimiento del amor y separarse así definitiva y eternamente de Dios. ¡El Señor, por su parte, hizo todo para salvarla!