“El Señor protege al forastero, sustenta al huérfano y a la viuda” (Sal 145,8).
En su amor y providencia, nuestro Padre tiene en vista a todas las personas; y nos exhorta a que también nosotros prestemos especial atención a aquellas que fácilmente son marginalizadas. Los forasteros están expuestos a ser explotados y engañados, si el amor no se hace cargo de ellos y se encuentra con delicadeza con su carácter extranjero, para que se sepan cobijados por este amor.
Para nuestro padre no hay extranjeros ni forasteros. También la Iglesia, siempre que permanezca y actúe en el amor del Padre, es capaz de hacer sentir en casa a todos los hombres. En la Iglesia no hay “extranjeros”; en Ella se congregan todos los pueblos en torno a un solo Padre y todos los hombres son llamados a vivir como hijos suyos: “Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19).
También los huérfanos y las viudas necesitan un hogar. Precisamente ellos, que han sido privados del cobijo natural que se tiene en una familia, han de ser insertados en la gran familia de los hijos de Dios. Nuestro Padre nos pide hacernos cargo de ellos de forma especial. Su Corazón paternal nos enseña a no pasarlos por alto ni atropellar sus derechos. Más aún, nos exhorta a amarlos con especial afecto, testimoniándoles así el amor que nuestro Padre Celestial tiene por ellos.
La defensa de los más necesitados no solamente se refiere a hacerles justicia; sino a hacerles saber que están siempre envueltos por el amor y la providencia de nuestro Padre, que no olvida a nadie, que conoce cada necesidad y quiere remediarla.
Cuando los hombres imitamos esta actitud y nos apresuramos a socorrer a los necesitados, éstos experimentarán concretamente a través de nosotros el amor del Padre, que, además de aliviar la dificultad, les brinda el consuelo de saber que no han sido olvidados ni abandonados.
Se nos ha encomendado practicar las obras de misericordia, para hacer presente por doquier el amor del Padre y para convertirnos nosotros mismos en hombres llenos de amor. Al señalar que las obras que realizamos no son meramente humanas, sino que tienen su origen en Dios, las personas a las que servimos podrán llegar a reconocer con gratitud el amor de nuestro Padre (cf. Mt 5,16). Si esto sucede, nuestras obras de misericordia no sólo habrán reestablecido el derecho y ayudado a los necesitados; sino que serán para ellos un encuentro con el Dios vivo, que está presente en sus hijos. Así, habremos ayudado mucho más a remediar su necesidad, porque a Dios siempre podrán recurrir, aun cuando otras personas se olviden de ellos.