“Aunque mi padre y mi madre me abandonen, Él me acogerá” (Sal 26,10).
Hasta el más amargo sufrimiento humano está albergado en las manos de Dios. Podríamos añadir a las palabras del salmo: “Aunque todos los hombres me rechazaran y me señalaran con el dedo, el Señor me acogerá.”
Así, para cada persona hay siempre una salida, de modo que no tiene que sucumbir en las tinieblas del abandono o de la desesperanza. ¡El Padre no la abandona! Él desciende hasta los últimos abismos de la existencia humana para asegurarles a los hombres su inextinguible amor.
La liturgia de los próximos días nos introducirá en el acontecimiento de la Pasión de nuestro Señor, donde lo escucharemos exclamar desde la Cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
¿Qué más podría hacer Dios, en su infinito amor, que entregarse a sí mismo en la Cruz para redimir a la humanidad? ¿Qué más puede hacer una persona cargada de culpas que ya no puede reparar? ¿A quién puede acudir?
Conocemos la respuesta: ¡El Señor la acogerá, si tan solo ella se pone en camino hacia Él!
Si no fuera por el amor de Dios, ¿qué sería del hombre? Si no fuera por el amor de Dios, ¿adónde podría ir?
Un padre y una madre también están sujetos a las limitaciones propias de las criaturas y, en consecuencia, pueden fallar; pero el camino hacia nuestro Padre está siempre abierto.
Quien lo emprende no se extravía jamás. Ninguna culpa es demasiado grave como para que Él no pudiese perdonarla… ¡Y el camino hacia el Padre no es interminable! Sólo un pequeño paso, sólo pronunciar con todo el corazón la palabra “Padre”… Entonces su amor podrá penetrar en nuestros corazones y sabremos que Él ya nos estaba esperando.