El Señor lidera la guerra

Dt 31,1-8

Moisés dijo estas palabras a los israelitas: “Tengo hoy ciento veinte años. Ya no puedo seguir como jefe. Además Yahvé me ha dicho: Tú no pasarás este Jordán. Yahvé tu Dios será el que pase delante de ti; él destruirá ante ti esas naciones y las desalojará. Será Josué quien pase delante de ti, como ha dicho Yahvé. Yahvé las tratará como ha tratado a Sijón y a Og, reyes amorreos, y a su país, a los cuales ha destruido. Yahvé os los entregará, y vosotros los trataréis exactamente conforme a la orden que yo os he dado. ¡Sed fuertes y valerosos!, no temáis ni os asustéis ante ellos, porque es Yahvé tu Dios el que marcha contigo: no te dejará ni te abandonará.”

Después Moisés llamó a Josué y le dijo en presencia de todo Israel: “Sé fuerte y valeroso!, tú entrarás con este pueblo en la tierra que Yahvé juró dar a sus padres, y tú la darás en posesión. Yahvé marchará delante de ti, él estará contigo; no te dejará ni te abandonará. No temas ni te asustes.”

Moisés se acerca al ocaso de su vida, ya no puede salir al combate, sus fuerzas se han desvanecido… La sucesión está planeada: Josué asumirá el liderazgo del pueblo. Entonces, ¿quién se encargará de las luchas? El texto nos dice con toda claridad que será el Señor quien lidere las guerras en favor de su pueblo. En este caso, se trata de una guerra física.

A nosotros, los hombres de este tiempo, nos resulta extraño pensar de tal manera, porque asociamos a Dios y a su Ungido, Nuestro Señor Jesucristo, con la paz. ¡Sí, Jesús es el Príncipe de la paz!

Pero, ¿será que la paz es siempre el camino oportuno?

En la historia de Santa Juana de Arco vemos cómo ella, por encargo de Dios, lideró la guerra contra la ocupación inglesa en Francia. Cuando el rey francés Carlos VII empezó a hacer negociaciones con sus adversarios, ella le advirtió y quería a toda costa continuar con las batallas para liberar su nación. ¡Ella sabía que ese era el momento de combatir!

Uno podría pensar que el rey habría elegido la mejor opción, es decir, encontrar una solución pacífica mediante negociaciones. Sin embargo, la realidad fue que, a causa de estas negociaciones, la guerra se prolongó durante muchos años más y provocó gran sufrimiento. Si el rey le hubiera hecho caso a Juana de Arco, la guerra habría terminado en poco tiempo, como ella misma afirmó.

Para no dar lugar a malos entendidos, cabe aclarar que, por supuesto, la paz es un bien enorme y que debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para que los hombres puedan vivir en paz.

Pero debemos estar conscientes de que vivimos en un mundo apartado de Dios, de que el hombre se encuentra en estado caído y de que existen las fuerzas del mal. Por esas razones, a veces una guerra podría ser ineludible, por ejemplo, para evitar la expansión del mal. Desde esta perspectiva, la guerra forma parte del mundo caído.

Con este trasfondo debemos entender la lectura de hoy. Los pueblos de los que se habla aquí cometían abominaciones a los ojos de Dios. Por eso, el Señor decidió aniquilarlos y dar su tierra a Israel. Israel, por su parte, debía vivir conforme a los mandamientos de Dios y ser un pueblo santo.

Hasta que llegue el tiempo en que Dios separe definitivamente la luz de las tinieblas, forma parte de nuestra existencia el rechazo del mal y la implantación del bien. Al final, ambos campos quedarán separados de una vez y para siempre. Nuestra fe habla del infierno como el lugar de la ausencia de Dios, mientras que el cielo es el lugar de la plena unión de amor con Él.

La guerra física, por dolorosa que sea y aunque haya que evitarla, puede volverse un medio para poner límites a la expansión del mal. Dado el caso de que haya que emprender una guerra por una razón tal, el Señor estará de parte de los que luchan contra el mal.

Esto también podemos constatarlo en las guerras que enfrentó la cristiandad a lo largo de la historia para defenderse de la conquista islámica. Las victorias se atribuyen particularmente a la intercesión de la Virgen. Entonces, el proceso para alcanzar la paz puede implicar etapas de guerra.

Pero para nosotros, los cristianos, es más importante el combate espiritual. A diario nos enfrentamos al reto de rechazar el mal y esforzarnos por el bien, porque incluso en nuestro interior se libra una batalla entre el bien y el mal, como nos dice el Apóstol Pablo (cf. Rom 7, 21-23).

La rebelión originaria del ángel caído y su séquito se refleja en nuestro interior y en el mundo que nos rodea, tanto en el invisible como en el visible. En todos estos campos estamos llamados a emprender el combate de forma debida, ¡y esto cuenta hasta el Fin de los Tiempos o, a nivel personal, hasta la hora de nuestra muerte!

Debemos ser realistas: mientras vivamos en la Tierra, no habrá una época totalmente pacífica ni un mundo plenamente ordenado en Dios. Pero eso no quita que, día a día, debamos luchar por ser luz en este mundo y aportar nuestro granito de arena. Lo mismo sucede con el combate espiritual a nivel personal: no terminará hasta el final de nuestra vida y, día a día, estamos llamados a recurrir a las armas espirituales, como nos exhorta San Pablo en Efesios 6.

¡Nuestro corazón es el principal campo de batalla a nivel espiritual! Es ahí donde debemos ofrecer resistencia al mal, refrenar nuestras pasiones, aspirar a las virtudes y permitir que el Espíritu Santo ahuyente con su luz nuestras sombras.

Cuanto más profundamente estemos adheridos a Dios, mejor podremos enfrentarnos a los ataques de los demonios, porque entonces el Señor mismo liderará nuestras guerras y aniquilará a los «reyes amorreos». Él les arrebatará los territorios que han conquistado a través del pecado de los hombres y así podremos tomar posesión de aquellas tierras.

Por tanto, las guerras son inevitables. Han de librarse con el espíritu adecuado para que sea el Señor quien luche por nosotros.

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