“EL SEÑOR ABRE LOS OJOS AL CIEGO” 

“El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan” (Sal 145,6).

En efecto, los ciegos acudían a Jesús y Él les abría los ojos (cf. Mc 10,46-52). ¡Qué gracia tan grande cuando una persona cuyos ojos físicos no podían ver vuelve a contemplar la gloriosa Creación y a las personas de faz en faz!

Pero incomparablemente mayor aún es la gracia de que nos sean abiertos los ojos del espíritu, para contemplar la gloria de Dios y reconocer el amor de nuestro Padre Celestial.

Jesús se lamenta de que “teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís” (Mc 8,18). Esto significa que uno puede padecer una ceguera y sordera espiritual, de manera que no percibe conscientemente los beneficios de Dios ni los recibe de su mano. En tal caso, Dios sigue colmándonos de sus dones, pero nosotros no vemos la mano que nos los da.

Existen muchas clases de ceguera espiritual y todas ellas quiere sanarlas el Señor, si tan sólo elevamos a Él nuestros ojos. Cuando la luz del Espíritu Santo empieza a brillar en nosotros, atraviesa toda oscuridad. Así, se da un despertar, nuestros ojos espirituales se abren y comenzamos a ver con los ojos de Dios. Con el paso del tiempo, todo se vuelve más claro y la niebla se va desvaneciendo.

A los que se doblan bajo la carga el Señor los llama: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-29).

La carga que más nos doblega es la del pecado. Ésta subyuga al hombre y lo convierte en un esclavo. Así, ya no puede respirar libremente ni es capaz de reconocer la realidad de Dios como corresponde. Aunque él mismo no lo perciba, sólo despertará en él la verdadera vida cuando se encuentre conscientemente con el amor de Dios, cuando caigan las escamas de sus ojos y se deje enderezar por el Señor.

Precisamente éste es el deseo de nuestro Padre. Él no quiere que los hombres sean ciegos ni que estén atados por el pecado. Antes bien, quiere darnos aquella libertad que sólo Jesús puede conceder: “Si el Hijo os da libertad, seréis realmente libres” (Jn 8,36).

El Padre nos envía a su amado Hijo como prenda de su inquebrantable fidelidad, y en Él se hacen realidad a la vista de todos las palabras del salmo 145: “Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11,5).

¡Nuestro Padre cumplió sus promesas!