“Dios no se complace en la cantidad de nuestro trabajo, sino en el amor con que trabajemos” (San Francisco de Sales).
“El amor cubre multitud de pecados” (1Pe 4,8) y realza el valor de todo lo demás.
Todo lo que hacemos por amor a Dios adquiere un brillo especial. Si servimos a los hombres en el amor de nuestro Padre, este esplendor se difundirá y glorificará a Dios.
Nosotros, los hombres, corremos el peligro de desprender nuestro valor de la cantidad de trabajo que realizamos, como suele hacerse en el mundo. Sin cuestionar el hecho de que a veces sea necesario trabajar intensamente, el enfoque y el valor de lo que hacemos es distinto desde la perspectiva de nuestro Padre, como nos da a entender San Francisco de Sales.
Esto se debe a que Dios ha llamado a la existencia a toda su inmensa creación movido por el amor. Es inconcebible que sea de otra forma, y, en efecto, este amor se refleja en todo lo creado y en lo que Dios hace por nosotros.
He aquí el “santo sabor” de nuestra vida.
Lo que más admiramos de Dios no es su “rendimiento”, sino la sabiduría con que creó todas las cosas y, más aún, cómo llevó a cabo la obra de la salvación.
Cuanto más llegamos a comprender el amor de nuestro Padre al enviar a su Hijo Unigénito al mundo para nuestra Redención, tanto más le admiramos, le adoramos y nos dejamos seducir por su amor. “Grandes y maravillosas son tus obras” –le cantan los vencedores sobre la Bestia en el Libro del Apocalipsis (15,2-3).
Cuando nuestro Padre ve que todo lo hacemos por amor a Él y que así nuestras obras adquieren ese “santo sabor”, entonces se complace en nosotros, porque hemos captado lo esencial.