Lc 14,1-6
Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando. Jesús se encontró delante un hombre enfermo de hidropesía y, dirigiéndose a los letrados y fariseos, preguntó: «¿Es lícito curar los sábados, o no?»
Ellos se quedaron callados. Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió.
Y a ellos les dijo: «Si a uno de vosotros se le cae al pozo el burro o el buey, ¿no lo saca en seguida, aunque sea sábado?» Y se quedaron sin respuesta.
Podríamos cerrar este pasaje con la afirmación de Jesús que encontramos en el evangelio de San Marcos: “El sábado ha sido instituido para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). ¡Ésta es una afirmación decisiva! Y de aquí parten muchas reflexiones.
Hay personas que creen que esta afirmación del Señor puede aplicarse también en relación a otros mandamientos. Sin embargo, si nos fijamos bien, notaremos que de ninguna manera se trata de una relativización del precepto del sábado. Por el contrario, Jesús quiere que comprendamos el verdadero sentido de este día especial. “El sábado ha sido instituido para el hombre”, para que se acuerde de Dios, para que disfrute de Su presencia, para tener un día libre de las ocupaciones ordinarias, entre otras cosas… El sábado tiene gran importancia para los judíos practicantes, y gran parte de esto podríamos nosotros adoptarlo en nuestras vidas.
La problemática del texto de hoy radica en que los fariseos consideraban el sentido del sábado únicamente en su cumplimiento exterior, sintiéndose justos por observar la ley. ¡Esta actitud es la que corrige el Señor! Los mandamientos están para el hombre, y si éste los cumple, la gracia de Dios podrá actuar en él. Pero si su cumplimiento se reduce al aspecto exterior, entonces no puede percatarse de la gracia ni comprender la amplitud y profundidad de las instrucciones divinas. Como consecuencia, podría terminar endureciendo su corazón.
Si nos fijamos, por ejemplo, en el matrimonio y en el precepto de no cometer adulterio, podremos notar que se trata de un gran bien que ha de ser custodiado. El matrimonio ha de ser reflejo de la relación entre Dios y el hombre, y, como nos enseña San Pablo, del amor que Cristo tiene a su Iglesia (cf. Ef 5,25). Además, la relación entre el hombre y la mujer es de tal profundidad que cualquier infidelidad herirá tan profundamente a la persona que será difícil sanarla. Estos son solamente unos pocos aspectos de todos los que se podrían mencionar al hablar del matrimonio.
Podemos ver, entonces, que el mandamiento de “No cometerás adulterio” protege la exclusividad del matrimonio, tanto en su significado trascendental como en su dimensión humana. En el cumplimiento de este mandato se puede desarrollar la gracia de Dios. Precisamente al hablar de este precepto, Jesús nos enseña que no basta con guardar la fidelidad exterior; sino que también se adultera cuando se mira a una mujer para desearla (cf. Mt 5,28).
Este ejemplo nos muestra claramente que Jesús de ningún modo relativiza los mandamientos, como pretenden interpretar algunos al leer sus afirmaciones sobre el sábado.
De hecho, el sábado es un día maravilloso para los judíos y todos esperan con alegría su llegada. En Jerusalén, donde tengo la dicha de estar frecuentemente, suena el ‘shofar’ (el cuerno) el viernes por la tarde, en vísperas del sábado, y entonces entra una gran calma en la ciudad. Los judíos se apresuran a llegar al Muro de los Lamentos o a las sinagogas, para celebrar la llegada del Día del Señor. Hay un momento en la celebración judía del sábado en el que todos los presentes giran hacia la puerta, para dar la bienvenida al sábado, al que reciben como a una novia. De pronto, entra un gran silencio…
Muchas veces me he preguntado qué podría significar este gesto a la luz del Nuevo Testamento. Sabemos que el sábado es el día en que Dios reposó. En el Génesis podemos leer que “el séptimo día Dios dio por concluida la labor que había hecho; puso fin el día séptimo a toda la labor que había hecho. Después bendijo Dios el día séptimo y lo santificó; porque en él puso fin Dios a toda la obra creadora que había hecho” (Gen 2,2-3).
Sabemos que Dios reposa también en sus creaturas, en aquellas que le obedecen. Tal vez podríamos decir que Dios “celebra su sábado” en ellas. ¿En quién lo podría hacer mejor que en María, la Virgen concebida sin pecado original? Tal vez los judíos, sin saberlo, saludan a la Bienaventurada Virgen María cuando se inclinan ante la llegada del sábado, al que ven como “esposa de Dios”.
Lo que ciertamente podríamos aprender de nuestros “hermanos mayores” es a respetar más nuestro día santo, el domingo, como el Día de la Resurrección. Es doloroso ver cómo en ciertos países se trabaja los domingos como si fuese cualquier otro día de la semana, y en la vida de las personas no se respira nada del descanso sabático ni de la solemnidad dominical. La Virgen María, en la aparición de La Salette (1846), se lamentó de que –como ella dijo– “la gente no observa el Día del Señor, continúan trabajando sin parar los Domingos”, porque así el sentido del Domingo como Día del Señor y para el Señor no es observado.
Entonces, el sábado es para el hombre, y hacer el bien en sábado, como hizo el Señor, ennoblece este día y no atenta contra el precepto.