EL REY DE LAS NACIONES

“¡Justos y verdaderos son tus caminos, Rey de las naciones!” (Ap 15,3b).

¿No es una vana ilusión –que a menudo desemboca en la ruina– cuando los hombres pretenden construir su propio mundo sin tener presente al verdadero Rey de las Naciones, que creó el cielo y la tierra y es, al mismo tiempo, el más bondadoso Padre? ¿No hemos experimentado suficientes veces las consecuencias de tal utopía?

¿Quién podría regular y armonizar mejor la convivencia entre los hombres que aquél que los creó? ¿En quién podrían confiar incondicionalmente las personas sino en aquél que conoce todos sus caminos, el único que siempre actúa con justicia y verdad?

¡Si al menos los hombres reconociesen que tienen un bondadoso Padre divino, que los conducirá a salvo a través de esta vida, si tan sólo ellos se abandonan en Él!

Todos tendrán que comparecer ante el Tribunal del verdadero Rey, cuando se haya cumplido el tiempo. Entonces todo se revelará, pues nada permanece oculto ante el Rey de las Naciones.

“Al que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá” (Lc 12,48). Esto puede aplicarse especialmente a los “reyes terrenales”, a quienes les ha sido confiado el destino de sus naciones. Si se rigen de acuerdo al Señor y observan sus justos y verdaderos caminos, entonces también sus caminos se volverán justos y verdaderos. Sin embargo, si no siguen al verdadero Rey, sus naciones se hunden en el caos y la injusticia toma el control.

Nosotros, que tenemos la gracia de conocer a nuestro Padre Celestial, de amarlo como Rey del cielo y de la tierra y de doblar las rodillas ante Él, hemos de rezar por este mundo, que a menudo está desorientado y ha caído bajo el dominio del mal, para que no acabe cayendo víctima de aquellos poderíos que no aman al Rey del cielo y “se levantan contra el Señor y su Ungido” (Sal 2,2).