EL QUE ME VE A MÍ, VE AL PADRE

Aún no podemos contemplar a Dios cara a cara. La visión beatífica nos está reservada para la eternidad y será una dicha sin fin. Sin embargo, ya antes nuestro Padre se da a entender de muchas maneras y, de forma insuperable, se manifiesta en su propio Hijo: “El que me a mí, ve al Padre” (Jn 14,9)

Cuando escuchamos la palabra de Jesús y la movemos en nuestro corazón como su Madre María (cf. Lc 2,19); cuando nos sentamos a sus pies como María, la hermana de Marta (Lc 10,39); cuando comemos su Carne y su Sangre en la Santa Comunión; cuando seguimos la voz del Espíritu, enviado por el Padre y el Hijo, quien nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26); cuando ponemos en práctica las obras del Señor, entonces nos encontramos con Dios, nuestro Padre. Todo lo que hacemos con la mirada puesta en Jesús nos concede una íntima comunión con nuestro Creador.

Jesús ama y glorifica a su Padre en todo lo que hace y dice. La íntima comunión con Jesús nos introduce en el Corazón del Padre. Allí, en su Corazón, está nuestro verdadero hogar. Allí somos amados con un amor inenarrable. Allí el Padre nos ama como a su propio Hijo. Allí tenemos nuestro hogar común junto con todos aquellos que corresponden al amor de Dios y escuchan a su Hijo.

Jesús desea ardientemente que, a través de Él y de su Venida al mundo, reconozcamos el amor de Dios. Un fuego inextinguible arde en su corazón para que conozcamos a su Padre y a nuestro Padre como Él es en verdad, uniéndonos entonces a la alabanza de su gloria. No hay mayor motivación en nuestro Redentor que la de comunicarnos el amor del Padre.