“El que me ofrece acción de gracias,
ése me honra;
al que sigue buen camino
le haré ver la salvación de Dios” (Sal 49,23).
Debemos alabar sin cesar a nuestro Padre, uniéndonos así a los coros de los ángeles y santos, pues el que alaba a Dios, ése lo honra.
Además, la alabanza al Señor nos inserta en la dimensión más profunda de nuestra existencia, pues rendirle honor significa reconocerlo, amarlo y empezar a hacer ya aquí en la Tierra lo que haremos para siempre en la vida eterna.
¿Puede un alma hacer algo más hermoso que dar gracias a Aquel que la creó, la amó y la redimió? Cuanto más profundo sea su encuentro con el amor del Padre, tanto más natural le resultará cantar las alabanzas de su amor.
Ella percibe su llamado:
“Escucha, hija, mira: inclina el oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna;
prendado está el rey de tu belleza:
póstrate ante él, que él es tu señor” (Sal 44,11-12).
Por su causa deja todo atrás, pues Dios es su verdadera dicha.
Nuestro Padre lo ha dispuesto así para que el hombre pueda experimentar la plenitud y aprenda a colocar todo en el orden correcto, teniendo siempre a Dios en primer lugar. De este modo, toda su vida se convierte en una alabanza al Señor y en una gracia grande para los hombres.
Cuando el alma sigue el buen camino, complace a Dios. Es la rectitud de un corazón indiviso, que hace lo que es justo a los ojos de Dios. Este criterio impregna todo el ser de la persona, de modo que encontramos en ella a un verdadero justo, a uno que ama la virtud y para el cual la mentira y la simulación son abominables, a uno que es obediente al Señor y sigue sus caminos…
Un hombre tal es como un río puro y purificador, que difunde a su alrededor un ambiente de sinceridad y veracidad. El Señor le hace ver su salvación, porque su vida es una alegría para Dios.